"El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador". Con estas palabras empezaba la gran encíclica del Papa Juan Pablo II sobre la vida cristiana, sobre nuestra moral, publicada con fecha 6 de agosto de 1993. Las dos primeras palabras de la encíclica son Veritatis splendor, "el esplendor de la verdad".
Vale la pena detenerse en estas dos palabras, y desde ellas pensar en lo que nos quería decir el Papa, que, en definitiva, deseaba ofrecernos una motivación y un recuerdo de lo que debe ser nuestra vida como cristianos.
"Verdad" es una palabra muy querida por Cristo. Él es la Verdad, la Verdad de cada hombre; Él es lo que yo soy y lo que yo debo ser. Es el sentido de mi propia vida; es su fin o, mejor, su final feliz, tras la resurrección.
No todos han descubierto que Cristo es la Verdad. Pero el buscar la verdad es algo común a todos los hombres. A todos nos gusta conocer la verdad de las cosas, de las personas, de los hechos, de los últimos fichajes de nuestro equipo de fútbol. Leemos el periódico, vemos la televisión, devoramos un libro especializado, preguntamos a un amigo experto en historia o en sociología o, simplemente, en mecánica.
Somos buscadores de la verdad: de la verdadera calidad en un nuevo televisor a color; del verdadero aire puro, ese que se respira en lo alto de las sierras de nuestro planeta; del verdadero amigo, ese que nunca revela un secreto compartido y que sabe ayudarnos cuando necesitamos una mano generosa. Queremos, quizá con más profundidad, ser hombres sinceros, auténticos, verdaderos: odiamos el fingimiento y la hipocresía, y amamos la espontaneidad, la sencillez, la limpieza de ojos y de corazón.
En la jungla de nuestro mundo democrático, uno puede encontrar miles de opciones y de verdades opuestas. Es un problema tan viejo como el de la serpiente que engañó a Eva. Pero en esa misma jungla necesitamos encontrar la verdad, esa que vaya más allá de lo que aparece, de lo que se ve.
La verdad no es el resultado de millones de opiniones que hablan de todo y de nada. Si uno es inocente, y la calumnia ha saltado a todos los teletipos, telecámaras, televidentes de una determinada “teleregión” o de un chat de internet más o menos concurrido, puede ser que a los ojos de la mayoría este pobre hombre no sea más que un ser despreciable, digno de las condenas más duras. Pero ante su conciencia y ante el juicio de Dios será, pase lo que pase, tan inocente como Abel o como un justo asesinado por intereses políticos.
Machado decía: “¿Tú verdad? / No: la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela”. Y si no la encontramos, porque la mentira se ha hecho hábito social, y ha carcomido nuestros sistemas nerviosos, nuestros mecanismos psicológicos y nuestras expresiones mentales, es entonces cuando conviene descubrir que la Verdad (lo dice un evangelista) se hizo carne, que la Verdad vino un día al mundo. De esa Verdad, y no de otra, nos hablaba y nos sigue hablando el Papa. También en lo que toca a nuestra vida moral, aunque nos cueste (a nadie que haya robado le gusta que le digan que devuelva el dinero robado, pero creo que todos los que han sido robados desearían que así ocurriese...).
¿Y el “esplendor”? Se trata del esplendor de la Verdad. Se puede comparar con la luz del Sol: nos fascina, nos encanta, nos ilusiona el verla uno y otro día, cada mañana, con su tibio acompañarnos en la esperanza de un próximo verano de descanso.
Pero la Verdad de Cristo no tiene, como le ocurre al Sol cada año, un otoño. Una vez que ha brillado en el corazón de un hombre, se produce un cambio radical, una revolución, que hace que se viva con la psicología del enamorado, con la mentalidad del convencido, del entusiasta (y entusiasta, en griego, significa poseído por la divinidad).
Esta verdad hermosa y espléndida fue capaz de realizar una metamorfosis radical en un joven maestro de retórica, educado en el buen gusto y en el amor humano (muchas veces demasiado humano): Agustín de Tagaste. Este joven, hoy san Agustín, se encontró un día con la belleza de la Verdad, que es Cristo, y desde entonces lloró con amargura el haberla encontrado tan tarde. Pero el cambio valió la pena. Es posible también para muchos otros que, como Agustín, cojan y lean el Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia, y busquen esa luz y esa fuerza que es capaz de hacer santos de talla internacional o, y no es poco, de esa hermosa y sencilla vida familiar.
De esta manera podremos esperar un nuevo “esplendor de la verdad”, un renacimiento de la felicidad plena, de la autenticidad, de la fidelidad. Los hombres dejaremos de ser rivales y pasaremos a la condición de amigos y de hermanos, porque tenemos un único Padre en los cielos. Ese es el proyecto que Cristo vino a traer a los hombres de ayer, los de la caza, la pesca y las lanzas, y los de hoy, sumergidos en la música estéreo y enganchados a las pantallas de los televisores o de las computadoras. Ese es el mensaje que nos recuerda Juan Pablo II desde hace diez años, cuando publicó, como una profundización del mensaje de Cristo, su encíclica Veritatis splendor, para ofrecer luz en el proyecto que todos más ambicionamos: ser hombres plenamente felices, que hagamos felices a los demás. En esta vida y en la vida eterna.
6 de agosto de 2003. A los 10 años de la enciclica Veritatis splendor