El arte tiene el privilegio de ser
considerado como una salida de las capacidades transformadoras del
hombre; de sus cabidas de manifestación a través de la pintura, la
escultura, arquitectura, etc. La ingente productividad humana ha
llevado a la necesidad de catalogarla según temáticas, periodos,
estilos o, incluso, sexos. Probablemente clasificar a partir de temas
sea una de las más generales y abundantes. Así, podríamos recurrir a lo
social, naturalista, retratos o al dolor...
El dolor es
uno de los temas más fecundos pues el ser humano, el artista, quién no,
en distintos momentos, en algún periodo de su vida ha conocido, de
cerca o de lejos, el dolor. Y si es artista, necesariamente que había
de tener una repercusión en su obra. Sin embargo hay vías diversas para
hacer efectivo, para patentizar ese dolor.
El artista, y con él el arte, puede plasmarse en experiencias, a modo
de explicación personal de algún tipo de dolor vivido o como un motivo
más de su ingente capacidad. Se dan así una doble vertiente: una que
expondrá este tema como detalle de la vida y otro que le servirá para
que se le conozca a él, al autor; algo así como aquellas dos máximas
literarias del simbolismo y el parnasianismo, el arte por el arte, como
capricho, y el arte como experiencia, como escuela, como necesidad.
El dolor, como forma, es anecdótico, es una muestra de la importancia
que tiene en el desarrollo de la existencia. Desde la perspectiva
formal no se explica el dolor, sólo se ejemplifica como a manera de
testimonio, de recuerdo. Y ahí está el grabado en el cuerno del periodo
magdaleniense donde el bisonte herido se revuelca; o desde la
perspectiva fúnebre, en la arquitectura egipcia, con el templo de la
reina Hatsepsut. En la escultura griega y romana con los sarcófagos,
donde el dolor se bifurca y llega incluso a lo anecdótico y humorístico
en piezas como El espinario, Egeos despidiéndose de sus joyas o El
nacimiento de Atenas. Pero no nos detenemos aquí. La temática dolorosa
llega a la apoteosis de mutarse en gozo cuando cobra el cariz
espiritual en el Renacimiento. Así, obras como La expulsión de Adán y
Eva, de Masaccio; El prendimiento de Cristo, de Giotto; El llanto sobre
Cristo muerto, de Mantenga o El juicio final y La piedad, de Miguel
Angel, sin renunciar al propósito de poner de manifiesto el dolor, lo
trascienden casi sublimándolo. En el Barroco, incluso, llega a ser
medio de catequesis (baste recordar el Sacrificio de Isaac, de
Berruguete o La piedad, del también escultor, Gregorio Hernández).
En el Romanticismo el dolor cobra el nombre de la remembranza, del
recuerdo, del ideal interior. Aunque es, creo yo, a partir de aquí
(incluso un poco antes con el Goya del temperamento fuerte, el
Goya-artista de la impotencia ante la propia tragedia física) que nos
imbuimos, que penetramos el cerco del arte en el que el dolor es una
manifestación que emana desde el “ego” interior y, que es, a su vez,
fruto de la experiencia individual, de la observación atenta que al
plasmarse dice, en una imagen, más que mil palabras.
Millet, en Las espigadoras o El ángelus, nos regala, nos incita al
tenue dolor de la nostalgia, de la ternura, de la compasión, sinónimo
de la melancolía, la evocación y el recuerdo. El realismo es crudo
porque habla de un dolor que era y aún hoy es objetivo, que se llama,
las más de las veces, pobreza. El realismo dio paso al arte moderno,
una época, un periodo donde el dolor, siguiendo la línea “realista”, lo
manifiesta socialmente desde la concepción singular. Y es que las
guerras mundiales, civiles y demás conflictos étnicos y raciales tenían
que funcionar también como trama central.
Fondo y argumento inmersos en este más amplio del dolor; y aunados iban
el conflicto interior, la lucha fe-razón en un mundo cada vez más
secularizado donde el relativismo, esa plaga-peste de nuestra
contemporaneidad, cobraba auge y hacia de las mentes que vivían todo
aquel caos, débiles y potentes, presas fáciles y aptas de rechazo ante
lo establecidos, cánones, reglas y principios, a lo largo de la
historia; al pasado, a lo religioso, a lo que no condenase lo vivido o
explicara y abarcase todas las dimensiones del hombre. Marx, Freud,
Nietzche y algunos otros influyeron en ese dolor procedente de la
“poquedad humana”, de la infravaloración y reducción del hombre.
Van Gogh casi lo contiene, plasmándolo con el sinuoso dramatismo de sus
obras (acaso fotografía de su mundo interior); Picasso en aquella lucha
artista-bufón nos sirve su Guernica y Munch ese eficaz y duro perfil de
la soledad en El grito.
Aún no cerramos la historia del arte; hoy mismo hay conflictos para
designar tácitamente qué es arte y qué no lo es. Mientras tanto el
curso de la historia prosigue con manifestaciones claras de denuncia
ante el dolor de millones de seres humanos (creadores del arte y
destinatarios del mismo). La fotografía (¿arte?) posee parte de la
herencia de esa dimensión social de la pintura; le ha tomado la
estafeta y es el primer vehículo de manifestación actual del dolor; y
es que ahora bajo el seudónimo más concreto de hambre, terrorismo,
muerte, asesinatos, etc. el dolor sigue vigente; el arte sigue de la
mano, sigue acogiendo en su seno esta temática que parece
inextinguible... Desgraciadamente.