Cuando se difundió la noticia de que el Papa Juan Pablo II sería beatificado el próximo primero de mayo, me vino de inmediato el recuerdo de su primer viaje a México, en enero de 1979. Fue en el Colegio Miguel Ángel de la Colonia Florida (Distrito Federal) cuando lo conocí.
Aquella mañana de invierno, se reunieron miles de chiquillos con sus papás y profesores para esperar el arribo del Santo Padre al Centro Educativo. Me acuerdo que el cielo lucía intensamente azul y había un ambiente de fiesta. Yo me encontraba en medio de la multitud.
Los niños portaban mantas con diversas leyendas, como: “Bendito el que viene en nombre del Señor”, “Tú eres Pedro”…
Después de una larga espera, llegó en Romano Pontífice y, con calma y sonriente, saludó a los pequeños. Después subió a un balcón acompañado de su séquito y las autoridades del colegio. A continuación se le dio la bienvenida oficial.
Todo iba transcurriendo según lo previsto, pero cuando la rondalla del colegio Miguel Ángel le cantó al Papa la popular canción del compositor brasileño Roberto Carlos, “Amigo”, observé que el Papa hacía comentarios a los que se encontraban junto a él y en su semblante reflejaba una enorme alegría.
Como se le había entregado una carpeta en la que contenía la letra de esta canción tanto en español como en italiano, para sorpresa de todos, al término de la melodía, Juan Pablo II comentó (con dificultad, porque todavía no dominaba el castellano) que le había conmovido esta canción y leyó algunos de versos: “Tú eres mi hermano del alma, realmente el amigo; que en todo camino y jornada estás siempre conmigo (…) Recuerdo que juntos pasamos muy duros momentos, y tú no cambiaste por fuertes que fueran los vientos. Es tú corazón una casa de puertas abiertas, tú eres realmente el más cierto en horas inciertas…”.
Nos habló del valor de la amistad y de lo importante que era ser realmente amigo a pesar de las adversidades. Que la letra de esa canción era muy bella y que agradecía mucho a los niños de la rondalla que se la hubieran cantado.
Ante lo cual, el director del colegio pidió al grupo musical que volvieran a interpretar esta misma canción y el Papa la siguió con particular atención y gusto.
Mientras tanto, miles y miles de personas querían entrar al colegio y ya no había cupo. Así que se abarrotaron las calles aledañas y el “papamóvil” no podía circular de regreso a la entonces Delegación Apostólica, que se encontraba a poca distancia en automóvil. Entonces se le pidió a un helicóptero que aterrizara en las canchas de basquetbol. Pero para concretar esta maniobra, tuvieron que hacer varias pruebas sobre el improvisado helipuerto.
De esta manera, el Romano Pontífice permaneció más tiempo de lo previsto en este Centro Educativo. Después que le cantaron otras canciones y se pronunciaron algunos breves discursos por parte de alumnos y profesores, se le invitó al Romano Pontífice a tomar un refrigerio.
Un amigo sacerdote estuvo con él en una sala privada con otros clérigos y directivos. Me comentó, posteriormente, que tuvieron una larga tertulia sumamente agradable. Me dijo que le había llamado poderosamente la atención la sencillez y naturalidad que tenía el Papa en su trato. El Santo Padre preguntó muchas cosas sobre nuestro país y las costumbres mexicanas.
Llegó la hora de abordar el helicóptero. Cuando el Papa se encaminaba hacia él, mi amigo Miguel y yo pudimos acercarnos para que nos saludara. Ambos nos pusimos de rodillas, calculando el camino por donde iba a pasar, y sacamos nuestros respectivos rosarios.
Sucedió algo inesperado. A medida que se iba acercarnos hacia nosotros, Miguel se puso a llorar de la emoción “como Magdalena”. Yo tenía preparas algunas palabras para decirle a Juan Pablo II, pero mi amigo me contagió de su estado de ánimo y se me hizo un nudo en la garganta. Pensaba: ¡Era la primera vez que tenía frente a mí a un Papa! Sólo pude mirarle y pedirle su bendición. El Papa muy sonriente, al contemplar que le mostraba mi rosario, simplemente me dijo:
-¡Bien, muy bien!
Bendijo mi rosario, me hizo un gesto paternal, de cariño, con su mano sobre mi cabeza y después de acercó e hizo lo mismo con Miguel. Para entonces mi amigo lloraba con más intensidad.
A partir de esta visita, la canción oficial de ese primer viaje del Santo Padre fue precisamente “Amigo”. Las televisoras y estaciones de radio la repetían durante todos los días y a toda hora, cuando comentaban diversas noticias y anécdotas de la estancia del Papa en nuestro país.
Recuerdo que yo escribía habitualmente en “El Heraldo de México”. El caricaturista Jerónimo, a modo de resumen de esa inolvidable visita papal, hizo un cartón donde el Romano Pontífice iba sentado en el avión de regreso a Roma, sonriente, y en una de las bolsas de su abrigo blanco, tenía metido el dibujo del territorio nacional y lo titulaba: “Se echó a la bolsa a México”.
Después vendrían otras visitas pastorales de Juan Pablo II a nuestro país, pero ese primer viaje, me parece que tuvo una particular resonancia que nos inyectó fe y esperanza que tanto necesitábamos los mexicanos después de pasar décadas muy duras en la vida social, política y económica. Y el lema que nos dejó como herencia y tarea, fue aquella conmovedora frase que pronunció en la Catedral: “¡México siempre fiel!”.