Benedicto XVI va hilvanando cuestiones de fondo con asuntos concretos y urgentes en el segundo capítulo de su encíclica “Caritas in veritate”; evita así el peligro de caer en una enumeración de principios que pueden tener una buena acogida, sin incidir en las cuestiones concretas que implican un compromiso actual, una decidida línea de acción social y política; es decir decaer en una banal enunciación de buenos deseos, que cada quien puede acomodar a su conveniencia, para tranquilizar su conciencia social.
Partiendo de la realidad más inmediata que estamos viviendo a escala global: la crisis económica y financiera, nos invita a replantearnos la economía y sus fines para alcanzar un auténtico desarrollo integral. Pero ese auténtico desarrollo no puede quedarse en indicadores macroeconómicos, debe incidir directamente en las personas concretas, en cada uno de los trabajadores y sus familias. El Papa hace notar que el principal capital de la sociedad es el hombre; por eso de un grupo de hombres corrompidos no puede emerger una sociedad boyante. Una sociedad que se desentienda del crecimiento moral de sus ciudadanos corre el peligro real de corromperse y fracasar en su intento de alcanzar un desarrollo, por carecer de las energías morales necesarias para ello.
Si “el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social” como dice Benedicto XVI citando a Juan Pablo II, es necesario preocuparse ante todo de que goce de unas condiciones dignas de vida y de trabajo. No puedo sacrificar al trabajador en el altar del mercado, la competitividad o la macroeconomía; no puedo pensar que es un simple individuo aislado o un engranaje de una gigantesca maquinaria impersonal encargada de producir riqueza; debo considerarlo integrado en un tejido social y formando una familia concreta. No es un insumo más, sino el fin y el sentido de todo ordenamiento económico.
De las necesidades más apremiantes del hombre, a las que debe hacer frente la comunidad internacional y la Iglesia en cuanto forma parte de ella, está la de eliminar el hambre en el mundo. Benedicto XVI lo considera “un imperativo ético” que a la postre es indispensable “para salvaguardar la paz y la estabilidad”. Nadie tiene derecho a lo superfluo cuando al lado alguien carece de lo necesario, como diría Juan Pablo II: “no podemos vivir y dormir tranquilos mientras miles de hermanos nuestros, muy cerca de nosotros, carecen de lo más indispensable para llevar una vida humana digna”. Hasta no eliminar el hambre del mundo, ni la comunidad internacional ni la Iglesia pueden estar tranquilas. En este sentido son inquietantes las previsiones del Banco Mundial, según las cuales “durante 2009, entre 53 y 65 millones de personas más de las que hay actualmente, se verán atrapadas por la pobreza extrema, y el número de personas crónicamente hambrientas superará los mil millones”.
Cuando el “superdesarrollo” fomenta las desigualdades sociales y la pobreza, sea en el seno de una sociedad o en el conjunto de los pueblos al enriquecerse unas naciones al tiempo que otras se empobrecen, es necesario replantearlo de raíz. Esto es lo que hace Benedicto XVI en su encíclica, haciendo notar que el aumento de pobreza y desigualdades sociales lesionan la cohesión social, ponen en peligro la democracia y el auténtico desarrollo. No es una teoría huera: los siglos XIX y XX están plagados de ejemplos en los cuales la injusticia social incubó resentimiento social y violencia, dando lugar con frecuencia a dictaduras totalitarias antidemocráticas, algunas de las cuales todavía persisten sin haber podido abolir la pobreza que “justificó” su surgimiento. El Papa nos invita a aprender la dura lección de la historia y no cometer los mismos errores, haciéndonos conscientes de que “los costes humanos son siempre también costes económicos y las disfunciones económicas comportan igualmente costes humanos”. No debo plantear la economía de espaldas a su autor y a su fin, el hombre concreto.
El Papa sabe que las cosas no se arreglan solas y de que si las estructuras están viciadas, los protagonistas de ellas son quienes deben sanarlas. Por eso invita a que haya una “mayor atención y participación en la res publica por parte de los ciudadanos”. Sólo si todos participamos y nos comprometemos de verdad, podremos generar la sinergia necesaria para transformar errores que en algunos casos llevan siglos consolidándose. Sin un compromiso personal por parte de todos los ciudadanos –creyentes o no-, particularmente de los políticos, sigue siendo utópica la propuesta del pontífice. Sin embargo, el Papa es fiel a su misión de ofrecernos su colaboración y su perspectiva, que goza de una peculiar visión de conjunto, para que cada ciudadano y cada cristiano, aporte su granito de arena en el establecimiento de una sociedad a la medida del hombre.