Yo también tengo derecho a ser feliz”
le oí decir a una mujer joven cuando se quejaba de los problemas que había en su familia. Esta idea no es exclusiva de una chica, sino que parece ser simplemente el grito, a veces desesperado, de mucha, mucha gente en todas partes, y por principio, podríamos decir que este reclamo tiene cierto fundamento, sin embargo, en este tema hay que hacer una observación fina, pero muy importante.
Si yo tengo “derecho” a algo, es porque alguien tiene el deber de cumplir con una “obligación” que corresponda a mi derecho. “A todo derecho corresponde una obligación”. Es decir que alguien, o alguna institución, tiene un compromiso de darme aquello que yo exijo por Justicia. Lo cual nos lleva a plantearnos la pregunta sobre ¿quién es la persona o institución obligada a hacerme feliz? Como también habré de preguntarme: ¿Cómo, o con qué, me deben hacer feliz?
No parece que nadie tenga el compromiso de hacerme feliz como tampoco parece que alguien esté obligado a cumplir mis caprichos en los que yo podría cifrar mi felicidad, pues entre otras cosas, dichos requerimientos podría yo cambiarlos varias veces al día, volviendo loco a quien tuviera dicha obligación. Por lo cual concluyo que nadie tiene derecho a ser feliz, sino que todos tenemos derecho a luchar por ser felices, y el mundo entero, es decir todas las personas de este planeta, están obligadas a respetar mis esfuerzos por conseguirlo, o en otras palabras, nadie tiene derecho a impedírmelo, lo cual es muy distinto.
En el tercer párrafo la declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, firmada el 4 de julio de 1776 leemos: “Consideramos que las siguientes verdades son evidentes: 1º. Que todos los hombres son creados iguales. 2º. Que les han sido otorgados por su Creador ciertos derechos inalienables, entre ellos: la vida; la libertad, y la búsqueda de la felicidad”. Es decir, que quienes redactaron aquel documento tenían muy claro que los individuos no tienen derecho a la felicidad, sino a la búsqueda de la felicidad.
Pero también es cierto que la vida del ser humano tiene unas reglas, como todo juego, y en mi búsqueda y esfuerzo por alcanzar mi felicidad yo no tengo derecho a romper dichas reglas, pues, de forma directa o indirecta, estaría haciendo daño a otros, y mi derecho termina donde comienza el de los demás. Así por ejemplo, yo no tengo derecho a casarme con una mujer que ya esté casada con otro, como tampoco tengo derecho a vivir en una casa que no es mía, o la tengo legítimamente alquilada.
Pensemos en aquellos curiosos casos en los que el esposo o la esposa, (o el novio o la novia, da lo mismo) se queja con su pareja de no ser feliz, cuando con gran desconcierto, la otra parte les dice: “Pero si yo te amo, y te lo demuestro”, y responden: “Sí, ya lo sé, pero aun así no soy feliz”. Es decir son esos casos que rayan en lo enfermizo, donde ni siquiera la persona insatisfecha sabe qué es aquello que necesita.
Indudablemente estamos metidos en un problemón, pues, querámoslo o no, la felicidad en esta vida es subjetiva y además, necesariamente incompleta. Hay quienes han alcanzado la satisfacción de sus anhelos con muy poco, y a otros en cambio, no se satisfacen con nada. Pienso que en todo ello está metida una peligrosa cadena de vicios como son el egoísmo, la falta de un sentido trascendental de la vida, el consumismo, el orgullo y la vanidad. Otros aún son casos más tristes, pues se trata de personas que no saben dejarse querer, lo cual en ocasiones, está motivado por una baja autoestima. Otras veces obstaculizamos la felicidad por negarnos a perdonar.
Ante lo dicho aquí queda claro que el sólo decir: “tengo derecho a ser feliz” no arregla nada. Por lo tanto, quizás en algunos casos convenga hacer un replanteamiento de nuestro proyecto de vida, para tratar de determinar con la mayor claridad posible, por dónde habremos de buscar esa dicha. Los invito a pensar en ello.