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El cuidado de los hijos

 

No sabían que llegarían a ser “importantes”. Dos palomas pusieron su nido en un rincón aparentemente seguro, junto a una superficie brillante y tranquila. Pero ese rincón era un alféizar: la ventana podía ser abierta o cerrada en cualquier momento, cualquiera podría ver lo que allí pasaba.

El nido, un día, fue descubierto por unos ojos llenos de curiosidad y asombro. Habían nacido dos polluelos. La mamá paloma los protegía con su cuerpo durante horas. Quien abrió la ventana y contempló a aquella pequeña “familia”, llamó a varios niños, entusiasmados al poder ver un nido, al contemplar cómo una paloma daba su cuerpo y su vida para el cuidado de sus pequeñuelos...

Si la escena del nido de palomas conmueve, mucho más debería llenarnos de alegría el descubrir tantos miles de familias donde el padre y la madre se prodigan por cada uno de sus hijos. Es cierto que no están físicamente “sobre” ellos, horas y horas, para calentarlos con su cuerpo. Pero sí lo están de mil maneras, con el cuerpo y con el alma, para cuidarlos, para lavarlos, para nutrirlos, para mantenerlos bien calentitos, para evitarles los mil peligros de la vida.

Ante el nido de palomas de la ventana, un adulto explicaba a una niña de 8 años. “¿Ves esa paloma? Vive continuamente atenta a sus polluelos. Así son todas las mamás: están volcadas sobre sus hijos. Así fue tu mamá contigo, cuando eras más pequeña: te cuidaba, te amaba, estaba dispuesta a todo por ti. No pensaba en sí misma, sino en protegerte a ti y a tus hermanos. Por eso hemos de ser muy agradecidos con nuestros padres, por todo lo que nos han cuidado, por todo lo que nos han dado, por todo lo que han hecho y hacen por nosotros”.

Los padres, especialmente las madres, que han pasado días y noches ante un hijo débil, ante un hijo enfermo, saben muy bien que sus sacrificios eran tan naturales como es natural el amor. Porque lo propio del amor es ese darse completamente para el bien del otro, especialmente del hijo, sobre todo cuando está necesitado, cuando es más indigente, cuando se encuentra desprotegido; sobre todo cuando es una pequeña creatura que respira ansiosamente si nota un vacío a su alrededor, y que se serena plácidamente cuando siente sobre su cara el aliento de la madre que lo ama.

Dar gracias a nuestros padres por todo lo que hicieron cuando éramos niños es no sólo un deber, sino simplemente una respuesta de amor a quienes tanto nos amaron. Gracias a ellos la vida apareció ante nuestros ojos como algo sumamente bello. Porque fuimos amados, porque fuimos acogidos, porque fuimos cuidados, porque fuimos guiados en los primeros pasos.

La vida es bella. Sobre todo, porque encontramos en nuestros padres ese amor que lleva a un hombre y a una mujer a olvidarse de sí mismos para darse por entero al nuevo hijo, fruto de un amor fecundo. Así aprendimos cuál es el camino más hermoso para vivir la aventura humana: darnos, entregarnos a los demás con alegría y sin límites, por el bien del otro, porque lo queremos, porque vale la pena cualquier sacrificio para que pueda crecer y empezar a amar un día, también él, a quienes vivan a su lado.