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El cristianismo, la ciencia y la ética

Para algunos promotores de opinión, hay que excluir en las leyes y en los laboratorios cualquier criterio ético que tenga sabor a cristiano. Nos dicen que vivimos en una sociedad pluralista, por lo que la religión no debería tener ninguna palabra a la hora de discutir normas que ayuden a regular la vida pública, pues hay muchas personas que no tienen ninguna fe.

Con estos argumentos se quiere silenciar, por ejemplo, a los que se oponen al aborto, como si pedir la supresión de este crimen fuese idéntico a imponer a la sociedad que respete una idea cristiana. Lo mismo se dice en las discusiones sobre la reproducción artificial, sobre la experimentación con embriones, sobre la clonación o sobre la eutanasia.

¿Por qué se relega fuera de los temas éticos, sociales y científicos todo lo que huela a cristiano? Por un motivo muy sencillo: porque se cree que el cristianismo alteraría la naturaleza de la verdadera política y de la ciencia.

La suposición anterior, sin embargo, va contra una premisa que deberían acoger la ciencia y de la política: la necesidad de vivir abiertos a todos los puntos de vistas, la consideración de todos los datos de la realidad, la búsqueda de fundamentos válidos sobre los que pueda descansar el respeto que permite una auténtica convivencia humana.

Cuando un científico, por ejemplo, no quiere escuchar nada sobre la dignidad de los embriones, se está cerrando a un aspecto de la experiencia, está actuando en contra del respeto de las reglas del método científico, y, muchas veces, se niega incluso a pensar según lo que es propio de la verdadera biología.

La ciencia verdadera es algo sumamente abierto. El científico quiere conocer la realidad. Por lo mismo, no puede excluir ningún dato, ningún elemento, ninguna posible experiencia del pasado o del presente que pueda servir para elaborar una teoría científica.

Excluir a priori un punto de vista, un dato del pasado o del presente, significa actuar de modo acientífico. En este sentido, la Iglesia es un ejemplo de apertura a la ciencia, es un modelo de racionalidad.

Desde su fe en Cristo, la Iglesia ha descubierto la dignidad de cada ser humano y se ha mantenido abierta al progreso de la investigación humana. Muchos científicos han sido grandes creyentes. Podemos recordar nombres como Copérnico, Galileo, Pasteur, Mendel, Lemaître. Su fe no sólo no era un obstáculo para investigar, sino que muchas veces era un aliciente para conquistar nuevas metas y poner al servicio de la humanidad descubrimientos que podrían beneficiar a muchos.

También, es cierto, ha habido católicos que no han vivido de ese modo abierto, cordial, científico. Galileo, por ejemplo, que era un profundo creyente, se cerró en sus teorías y no fue capaz de considerar seriamente la teoría de Kepler (más correcta que la suya) respecto a las órbitas de los planetas. Algunos enemigos de Galileo, también creyentes, se aferraron a algunos datos del pasado para criticar las teorías que la ciencia estaba elaborando a partir de los nuevos descubrimientos.

La Iglesia, en cuanto es “experta en humanidad”, está llamada a escuchar, acoger, reunir y dialogar con científicos de todas las tendencias y de todos los planteamientos. ¿Por qué, entonces, se margina o excluye en algunos laboratorios y grupos de investigadores a cualquier persona que actúe e integre en su trabajo su fe profunda en Cristo muerto y resucitado?

Lo mismo vale para la política en cuanto destinada a buscar y promover el bien común. Una política que excluya cualquier idea procedente del cristianismo sería una antipolítica, pues dejaría de lado las opiniones y energías de amplios grupos de personas que han acogido una noticia fundamental para la vida de todos los seres humanos: la muerte y resurrección de Cristo. Una noticia que ha revolucionado la historia del planeta y que puede dar una riqueza y un dinamismo especial a la vida social de aquellos pueblos que sean, realmente, abiertos y tolerantes.

Pero, al lado de estas observaciones iniciales, hay que hacer una consideración más profunda. Cuando un católico (o un creyente de otras religiones) va contra la esclavitud, el aborto o la eutanasia, no defiende que se imponga a la sociedad una norma que depende sólo de su visión religiosa. Lo único que hace es pedir que se respete el derecho a la vida y a la libertad de los seres humanos. Este derecho es tan importante que, sobre el mismo, se construye toda la vida social. Un estado que admite la eliminación de algunos hombres por parte de otros (como ocurre en el aborto o la eutanasia) ha legalizado la barbarie, ha destruido los mismos fundamentos de la vida democrática: es un antiestado...

En cierto sentido, la defensa del valor de la vida por parte de los cristianos nace de su conciencia de ser miembros vivos de la sociedad, células activas que no pueden ser indiferentes ante las injusticias. Por eso un político cristiano tendrá que trabajar por la disminución de los accidentes de trabajo, por la remuneración equitativa de los jóvenes, de los hombres o de la mujeres, por la prohibición del abuso de los niños. ¿Es justo impedir que un cristiano pueda defender estos aspectos de simple y clara justicia humana? Por lo mismo, también pedirá que no se destruya o aborte a los embriones o fetos con defectos, o que no se deje morir de hambre a los niños no deseados por sus padres.

La fuerza de la fe en Cristo lleva a un mayor compromiso en la defensa de los derechos humanos de todos los hombres y mujeres del planeta. El no creyente podrá defender esos mismos derechos por un sentimiento de justicia natural. El creyente lo hará, además, impulsado por la caridad cristiana. No es una limitación, sino un enriquecimiento de la vida social. Querer excluir al cristiano de la vida pública es querer perder una riqueza enorme para el dinamismo de una sociedad que quiera ser verdaderamente justa, humana y abierta.