El pasado 25 de noviembre se clausuró la reunión del Consejo Internacional de Bioética de la UNESCO. En ese marco, la Secretaria de Relaciones Exteriores, Patricia Espinosa, advirtió que los derechos y libertades de las personas están en riesgo frente al acelerado crecimiento científico que no tiene un control ético. Y ésta es la gran cuestión: ¿son incompatibles el progreso científico y la ética?
La experimentación sobre humanos no es reciente, pues se remonta hasta Atenas y Alejandría (siglos III y IV a. C.). Pero las implicaciones éticas de estas investigaciones han sido un tema muy importante desde el final de la Segunda Guerra Mundial (1945). Desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial se realizaron, en Alemania y en los países ocupados por los nazis, experimentos médicos criminales en gran escala sobre ciudadanos no alemanes, tanto prisioneros de guerra como civiles, incluidos judíos y personas consideradas “asociales”.
Estos experimentos no fueron realizados por científicos que trabajaran aislados, sino que fueron el resultado de una normativa y una planeación coordinadas al más alto nivel del gobierno, del ejército y del partido nazi, y “justificados” a nombre de la guerra total.
Esas prácticas pseudo-médicas fueron aberrantes, como la castración y esterilización, la inoculación de enfermedades, la introducción de las personas en una bañera llena de hielo para controlar los efectos fisiológicos del frío, entre otras.
Al finalizar la Guerra Mundial, este tipo de “experimentos” impulsaron la redacción de una serie de códigos internacionales para regular la investigación en humanos. El primero de ellos fue el llamado “Código de Nuremberg” (1947), que establece por primera vez la obligatoriedad del “consentimiento informado”, que es un derecho humano.
Este principio consiste en que el paciente, antes de dar su consentimiento para participar en un experimento, debe recibir la oportuna información sobre lo que se hará sobre él y de las consecuencias que eso tendrá. Los códigos actuales enfatizan que no basta proporcionar información, sino que es muy importante que el paciente la comprenda.
Nadie puede ser sometido a experimentación, sin su consentimiento y, menos, contra su voluntad. Por eso, estas codificaciones previenen que ni los menores de edad, ni los que sufren alguna incapacidad, puedan ser utilizados como “conejillos de indias”.
Sin embargo, el avance de la ciencia actual es capaz de experimentar sobre embriones, y en este punto los códigos tienen que ser actualizados. Esos embriones son plenamente seres humanos, aunque no hayan llegado a un estado de desarrollo, que haga visible su corporeidad. Éste es un punto muy vivo en el debate contemporáneo. ¿Se puede investigar sobre embriones? ¿Se pueden producir en laboratorio con fines de experimentación?
En un reciente documento pontificio, se recuerda que la experimentación con embriones “constituye un delito en consideración a su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda persona (...). Estas formas de experimentación constituyen siempre un desorden moral grave” (Dignitatis personae, n. 34).
Qué bien que la Canciller mexicana haya apelado a la ética en el uso de la ciencia, para evitar nuevos campos de concentración –ahora de embriones–, y no tener que repetir la triste historia del Juicio de Nuremberg, para condenar a los médicos que experimenten sin ética sobre los humanos no nacidos.