Todos nosotros nos hemos quedado horrorizados en estos días por las escenas de muerte y destrucción en Haití. Millones de nosotros hemos buscado el modo de aliviar el sufrimiento allí. Sin duda miles de homilías se pronunciarán en los próximos días para ayudarnos a comprender cómo un Dios que ama puede permitir tal sufrimiento.
Una de las más controvertidas «explicaciones» en Estados Unidos vino de un protestante evangélico que afirmó que Haití había sido «maldecido» siempre, desde que sus fundadores «juraron un pacto con el diablo» para lograr la independencia del país de Francia. Sus comentarios, como se podía esperar, suscitaron una tormenta de controversia.
Ciertamente hay amplia evidencia en el Antiguo Testamento de naciones que fueron castigadas por Dios por idolatría e injusticia y algunos cristianos siguen buscando en este Antiguo Testamento explicaciones de los acontecimientos mundiales.
Pero los católicos hoy es más probable que miren en una dirección diferente para comprender cómo se comporta Dios con el pecado humano. Y deben mirar no más allá del crucifijo sobre el altar de su iglesia. Dios se ha unido él mismo libre y amorosamente al sufrimiento humano en el sacrificio de su Hijo en la cruz.
Aquellos evangelistas que citan tan a menudo a Juan 3,16 en su predicación podrían también recordar lo que se dice en el siguiente versículo: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo sino para que el mundo se salve por medio de El».
La tragedia de Haití probablemente tendrá efectos de larga duración, no sólo para la gente que ha perdido a sus seres queridos sino para una entera generación que ha sido testigo de la destrucción. Y es importante que tengamos la recta comprensión de lo que ha ocurrido allí.
Muchos reportajes comparan a Haití con la reciente devastación del huracán Katrina en la costa del golfo de Estados Unidos, o el terremoto de 1985 en México. Pero la tragedia de Haití es más probable que tenga un impacto de larga duración cercano al del terremoto de Lisboa de 1755. Ese terremoto fue seguido por un tsunami y fuego que destruyó casi por completo la ciudad y mató a cerca de un millón de personas.
La catástrofe de Lisboa cambió el pensamiento de muchos de los principales intelectuales del siglo XVIII incluyendo a Voltaire, Kant y Descartes. El terremoto tuvo lugar en la fiesta de Todos los Santos, en un país predominantemente católico, y ocasionó que muchos cristianos de toda Europa cuestionaran su creencia en Dios.
En los días que vienen veremos algo similar. Y así Haití es hoy un test de nuestra fe en Dios y nuestro compromiso con nuestro prójimo.
Pensando sobre Haití esta semana, no podía dejar de pensar también en el trabajo del padre Damián de Molokai «el sacerdote leproso» que fue canonizado el pasado otoño por Benedicto XVI. Hace varios años, tuve la oportunidad de visitar Molokai en Hawai, y mientras visitaba la parroquia vi una fotografía de una mujer mayor tomada en los años 30. Había perdido las orejas y la nariz, y todos sus dedos por la lepra. También estaba ciega. A pesar de ello, me dijeron, rezaba el rosario manteniendo las cuentas entre sus dientes.
No mucho después de esto, estaba hablando con un sacerdote misionero que mencionó que había abierto una casa para gente que sufre lepra. Cada día, cuando celebra la Misa allí, un hombre mayor, también ciego por la enfermedad, dice durante la oración de los fieles: «Padre, Dios, gracias por todas las buenas cosas que me has dado».
Filósofos y teólogos seguirán buscando explicaciones en la esperanza de responder a las cuestiones que tenemos respecto al problema del sufrimiento en el mundo. Pero quizás la mejor respuesta viene de aquellos cuyo sufrimiento va más allá de lo que somos capaces de imaginar, y sin embargo estos creyentes experimentan la realidad de que Dios les ha unido a Él en su sufrimiento.
En su homilía durante la Misa de canonización del padre Damián, Benedicto XVI dijo esto: «Jesús invita a sus discípulos a la total donación de sus vidas, sin cálculo o ganancia personal, con infalible confianza en Dios. Los santos acogen esta invitación y afrontan el seguimiento de Cristo crucificado y resucitado con humilde docilidad». «Su perfección, en la lógica de una fe que es humanamente incomprensible a veces, consiste en no situarnos ya nosotros en el centro, sino optar por ir contra corriente y vivir según el Evangelio».
A fin de cuentas, esta es la clave para comprender los eventos de Molokai y Haití. Y será la medida de nuestra respuesta como cristianos.