Pasar al contenido principal

El Amor de Dios y el perdón

El Amor de Dios y el perdón

Encontré hace tiempo en Cronin aquella historia, que explico algo transformada: un joven que marchó de casa, se malgastó todo el que había recibido, y no sólo el dinero, sino también la salud, e hizo ir a pique el honor de la familia. Cayó en la droga y robó. De vez en cuando le rondaba la idea de volver a casa pero se la sacaba de la cabeza, a veces porque pensaba que no sería bien recibido, también porqué no se sentía capaz de llevar una vida ordenada, le faltaba voluntad... al final, cayó en la prisión por los delitos que cometió, y el sufrimiento que allá encontró le fue haciendo madurar, mientras continuaba dando vueltas a aquella la felicidad perdida, y la posibilidad del perdón. Cuando estaba para cumplir la condena, poco antes de salir en libertad, y acercaba Navidad, se decidió a escribir a su casa y pedir perdón a los suyos por todo lo que había hecho; les decía que si lo perdonaban, si estaban dispuestos a acogerlo -padres y hermanos- pusieran un pañuelo blanco en el manzano que había en el huerto, cerca de la vía de tren; que él al pasar si veía el pañuelo bajaría del tren y volvería a casa. Si no, continuaría el viaje para no volver nunca jamás... El día que salió, cuando ya estaba llegando, no osaba mirar. Y dijo a un compañero de prisión que salió con él y le acompañaba y a quien había explicado: "mira tú, que yo no me atrevo..." y cerrando los ojos, se imaginaba aquel manzano, que tan bien conocía por haber subido de pequeño tantas veces, y al imaginarlo con el pañuelo se ponía contento, pero tenía miedo de que no estuviera, y se entristecía, y le iba diciendo: "-ya nos acercamos... ¿se ve el pañuelo, hay un pañuelo?" Cuando el compañero le contestó: “-No hay un pañuelo, pero abre los ojos... y ¡mira!”. Y al abrirlos se encontró que en el manzano no había un pañuelo blanco sino que estaba pleno de pañuelos blancos. Que los de su casa habían ido colgando en el manzano aquellos trozos de trapo blanco, decorándolo como si fuera un árbol de Navidad, para enviarle el mensaje de que le esperaban con los brazos abiertos, que ahí tenía su hogar...

Es una historia repetida desde que el mundo es mundo, bien resumida en el cuadro que Rembrandt pintó todo haciendo él mismo el camino de conversión ya al final de su vida. Ahí se ve como el Padre abraza el hijo que vuelve, desvalido y hambriento, como decía Nowen: demacrado, destrozado en sus vestidos, descalzo y llagado del viaje y sufrimiento…, todo él mojado, como si volviera a nacer, a salir del vientre de su madre. Y mientras la madre está en segundo plano, como también en las tinieblas el hermano aún envidioso, el padre lo abraza, y lo hace con dos manos, una de hombre –resaltando la fuerza, los tendones tensos- que hace fuerza sobre el hijo, apretándolo contra su pecho y la otra delicada, afectuosa y dulce, que acaricia el hijo devuelto, pues Dios es padre y madre al mismo tiempo. Estamos unidos a una mano amorosa –invisible- que está más allá, ¡la de Dios!, que nos protege. El amor se abre así a la ternura y el respeto, al conocimiento de los demás, y la aceptación incondicional de su manera de ser... "El sentido de la vida se encuentra en el amor, decía Juan Pablo II-. Sólo quien sabe amar hasta olvidarse de él mismo, para darse al hermano, realiza plenamente su vida". Tenemos todos algo dentro, como una luz íntima, que nos habla de perdonar y ser perdonados, especialmente estos días de Navidad: hacer las paces enseguida, el mismo día...

Recuerdo que la película “Love Story” hablaba de “amar es no tener que decir nunca ‘lo siento’”; pensé que  no, que amar es pedirse perdón muchas veces, pero luego he entendido que cuando se ama, el perdón está incluido, y basta una mirada, una sonrisa, para entender que no hace falta pedir lo que ya está dado, pues en el “pack” del amor está incluido el perdón. Contemplando el amor de Dios que lo comprende todo, también nosotros aprendemos a comprender todo el mundo, al ver como Él es siempre padre y nos quiere igual, aunque nosotros muchas veces no nos portemos como buenos hijos, y esto nos abre a la gran fiesta del perdón, a la que invitamos a los demás.