El pueblo mexica era esencialmente guerrero. Inicialmente, cuando venían de Aztlán buscando tierras, andaban sin rumbo y no eran recibidos por ningún pueblo. Se tenían bien ganado ese rechazo porque, cuando, por ejemplo, habían conseguido la buena voluntad del Tlatoani de Culhuacan, en cuyo territorio residían, le pidieron a su hija para convertirla en diosa de la guerra. El Tlatonani accedió. Poco después los aztecas invitaron al Tlatoani y apareció el brujo bailando revestido con la piel desollada de su hija. Esto lo habían hecho por orden de su dios Huitzilopochtli, y por supuesto provocó una guerra. Huyendo de ella vinieron a refugiarse a un lugar fangoso. Se convierten así en tributarios de Atzcapotzalco, que a su vez lo era de Texcoco[1].
Para entender la religión de un pueblo hay que entender la mentalidad que la fraguó, su forma de concebir el universo y su postura ante él. Tendemos a ver lo nuestro como lo correcto y normal, y lo ajeno como absurdo y supersticioso.
Las grandes civilizaciones han buscado las llanuras y los ríos para establecerse, como el Nilo, el Tigris, el Eufratesm, el Indo, el Yang Tze Kiang, en cambio, las máximas culturas indígenas de Mesoamérica florecieron en las montañas volcánicas de México, las junglas, pantanos y eriales de los mayas y las desoladas cumbres de Los Andes, porque en Mesoamérica –más que la riqueza material y la técnica- se busca la filosofía, las matemáticas, la astronomía y la religión[2].
“Flor y canto” resumía para los mexicas lo grande y lo bello que puede pensar y experimentar el hombre: poesía, filosofía, religión, arrobo místico. Todos los indios, no sólo los mexicanos, tenían una idea altísima del hombre, quien era creación del sacrificio de los dioses, pero éstos a su vez, dependían de la aportación de la sangre de los hombres. Y un descuido podría acarrear el cataclismo universal del Quinto Sol, bajo el que vivían.
Desde el punto de vista de los indígenas de México, la conquista fue como una pesadilla con un glorioso despertar. México hubiera preferido morir, y sacrificar hasta el último de sus hombres, antes de dejar a los dioses de sus mayores. La única forma en que podía aceptar una nueva fe era planteándoselos como lo hizo Jesucristo: No he venido a abolir la ley y los profetas sino a llevarlos a plenitud (Cf. Mateo 5,17). Y esto se dio con el acontecimiento guadalupano.
Según el Nican Mopohua, los indios podían ver en la tilma a un nuevo sol que viene “entre nubes y entre nieblas” (que significa la llegada de Dios); hijo de una “niña” mestiza que vestía la tilma de turquesa, propia solo de los emperadores. Podían admirar que su túnica era una tierra de montañas floridas; que se posaba “en el centro de la luna”, o sea, en México, y que estaba sostenida por un joven indio alado que con sus brazos extendidos unía al cielo con la tierra, y otros signos más que su cultura podía “leer”, y que les confirmaba lo que antes Ella había dicho: que era la Madre del verdaderísimo Dios y que venía a rogarnos que le permitiéramos serlo también nuestra[3].
Para un indio de cultura náhuatl lo que aprecia en la tilma es una Mujer transformada en sol, porque lleva en su seno al Niño-Sol, al Nuevo Sol. Los colores de la imagen son los usados en la cosmogonía indígena:
Oriente = Rojo (en la túnica)
Norte = Negro (en el cíngulo)
Poniente = Blanco (mangas y cuello de la túnica)
Sur = Azul (en el manto).
Por esta combinación de colores, la visión indígena percibía a la Virgen como Reina del Cosmos. La expresión del rostro, tierna y amorosa, de una madre que contempla a su hijo, indica amor, protección y un inmenso interés por el género humano.
El año en que se apareció la Virgen en el Tepeyac (1531) corresponde en el calendario indio al año 13 Acatl, “13 Caña”. Los tres días de las apariciones están representados en los tres colores de las plumas del ángel. El último día de las apariciones, 12 de diciembre del calendario juliano vigente entonces (en realidad, el 22 de diciembre), fue el solsticio de invierno, fenómeno indicado por el ángel, al juntar con sus manos los colores del sur (verde azulado y rojo).
La imagen tiene la rodilla levantada ligeramente, como en actitud de iniciar un paso hacia adelante, o bien, para la mentalidad india, un paso de danza, ya que para ellos danzar era crear, la forma máxima de reverenciar a Dios, la oración total, como nos informa Motolinía.
En el Evento Guadalupano no hay una sola palabra de regaño o de reprobación a nada. Hoy nos parece normal el rostro de la Virgen, pero no lo era entonces. El mestizaje al inicio fue un hecho social rechazado. En el rostro de Guadalupe vemos la propuesta explícita de un mensaje: el mestizaje no era un hecho humillante. Una imagen tan singular y bella no podía menos de conmover a indios y a españoles.
Quizás la característica que hace más singular a la imagen “es que venía destinada a un pueblo que se comunicaba con imágenes, por lo cual, en la mente india, no podía tratarse de un mero retrato, sino de un mensaje”[4]. La idea de un Dios “pintor” era todo lo natural que es obvio para un pueblo que se comunicaba con pinturas.
Supieron leer que la Virgen pretende ser la Madre de todos, y darnos la paz, “llevar la Historia a su plenitud: reconciliar todo en su Hijo, lo terrestre y lo celeste” (Cf. Ef. 1, 3-14). Captaron que la madre del Nuevo Sol superaba los conflictos, y que ya no eran necesarios, por tanto, los sacrificios humanos porque ella hacía que esos antagonismos cósmicos se reconciliaran, trayéndonos a su Hijo. Así, ellos no vieron un corte con su ley sino un conferirle su más perfecta plenitud.
Un experto en este tema, José Luis Guerrero, dice que México no recibió principalmente la fe de los ministros católicos, sino directamente de Dios a través de su Madre.
México es demasiado rico en su personalidad étnica, y demasiado joven en su existencia histórica, para no sentir aún en sus venas la agonía de la conquista. La historia de su nacimiento es drama y poesía, es sangre y ternura, “flor y canto”.
Muchos códices fueron destruidos, pero el principal códice –la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe-nos fue dado. Clavijero, refutando a De Pauw, dirá: “Es verdad que ellos cometieron un gran pecado quemando como supersticiosas la mayor parte de las pinturas históricas de los mexicanos (...); pero nopor eso desprecio a los autores de aquel deplorable incendio ni denigro su memoria, porque aquel mal, al que fueron llevados por un celo muy ardiente y no muy bien informado, no es comparable con el gran bien que por otra parte hicieron allí; a más de que ellos mismos procuraron reparar aquella pérdida con sus obras, especialmente Motolinía, Sahagún, Olmos y Torquemada” (Historia Antigua de México, p. 568).
El Cardenal Rivera dice: En la historia de la salvación, el Misterio se ha manifestado y obrado siempre a través de un hecho o de un gesto o de una persona en particular. La máxima concretización de este método divino usado por Dios para obrar la salvación del hombre es la encarnación de su Hijo Jesucristo en el seno de María de Nazaret. Dios continúa usando el mismo método a lo largo de la historia, y probablemente lo usará hasta el fin de los tiempos. Un particular histórico: el acontecimiento guadalupano, el encuentro de Santa María de Guadalupe con Juan Diego obedece a este mismo método[5].
Los antiguos mexicas se sentían responsables del universo entero, y a nosotros, los actuales mexicanos, el Papa nos hizo responsables de él
–en sentido espiritual- cuando nos lo encargó en el estadio Azteca.
[1] Cfr. Fidel González, Eduardo Chávez, José Luis Guerrero, El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, Editorial Porrúa, México 1999, p. 46.
[2] Cfr. José Luis Guerrero Rosado, “Los dos mundos de un indio santo”, Ed. Cimiento, México 1991, p. 25.
[3] Cf. Fidel González, Eduardo Chávez, José Luis Guerrero, El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, Editorial Porrúa, México 1999, pp. 182-183.
[4] Fidel González, Eduardo Chávez, José Luis Guerrero, El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, Editorial Porrúa, México 1999, p. 212.
[5] Cf. Fidel González, Eduardo Chávez, José Luis Guerrero, El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, Editorial Porrúa, México 1999, presentación del Arzobispo de México, p. X.