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Educar en el respeto

Los niños y los adolescentes son un volcán de inquietudes que necesitan ser encauzadas a través del proceso formativo.

En muchos casos, los hijos reciben (alguno dirá “tenían”) una buena base educativa familiar que facilita la integración en la escuela, un sano autocontrol, una disciplina en la que el respeto hacia los demás (los coetáneos, los mayores, los más pequeños) resulta suficientemente maduro.

Pero hay otros muchos casos de niños y de adolescentes que carecen de los más mínimos modales, que muestran graves faltas de respeto hacia los demás.

Las noticias nos presentan casos extremos, quizá exagerados: un grupo de alumnos que filman a un profesor mientras se burlan de él; otros que tiran libros, cajas, incluso sillas a un compañero indefenso o débil; otros que golpean a un extranjero con violencia salvaje; otros que inundan de agua las aulas para obligar a los directores a que suspendan por uno o varios días la actividad escolar; otros que empiezan a fumar marihuana en los baños o incluso en el patio, con una desvergüenza que raya en el cinismo...

Los casos extremos son eso: casos extremos. Pero es preocupante que se den, porque seguramente son la señal de alarma de una situación que puede ser mucho más grave de lo previsto.

Notamos, en efecto, que hay muchos niños y adolescentes insensibles, fríos, incluso despectivos, hacia los mayores, o hacia los mismos compañeros (especialmente de edad inferior a la propia).

Esto es especialmente visible en la escuela. Los adultos ven cómo un grupo de muchachos ni se apartan cuando alguien quiere pasar, o no saludan, o gritan palabras vulgares para hacerse notar, o lanzan miradas altaneras, casi en señal de reto. Bromas pesadas, juegos peligrosos, algunas revistas o imágenes pornográficas, abusos del teléfono móvil, de los videojuegos o del i-pod, se han convertido en algo “normal” en escuelas donde los maestros llegan a sentir miedo de sus mismos alumnos.

Fuera de la escuela, es triste ver a muchachos que luchan por ocupar los asientos del tren o del autobús, sin ninguna señal de deferencia hacia personas ancianas o más necesitadas. O que juegan por las calles con grave riesgo de chocar y tirar a algún pasante. O que arrojan papeles y objetos al suelo sin el menor cuidado hacia la limpieza pública o el posible daño que otros puedan sufrir.

La sintomatología podría aumentarse. Ante hechos como los anteriores, no pocos maestros y especialistas se preguntan sobre la calidad de educación que esos niños y adolescentes hayan recibido en sus casas. También, es verdad, los padres de familia responden o se defienden acusando a la escuela. Lo que está claro es que ambas instituciones necesitan ayudarse, más cuando notamos que la situación, en algunos lugares, es realmente alarmante.

Hay que reconocer que la educación en el hogar tiene un valor insustituible para que el respeto se convierta en norma de vida de cada uno de los hijos, ya desde los primeros años.

Existen, gracias a Dios, muchos hogares en los que los padres saben promover una sana educación en este campo desde que los hijos son pequeños. A veces interviene el padre para corregir cualquier abuso o palabra disonante. Otras veces es la madre quien ofrece una indicación clara y la hace respetar. Los dos juntos se apoyan y se ayudan en la hermosísima tarea educativa, que da como resultado hijos capaces de autocontrol, disciplinados y, sobre todo, respetuosos.

Pero en otros casos los padres tienen cierto miedo a ser tachados de “autoritarios”. Parece como si esperasen que la educación llegase de modo espontáneo, sin dar normas, sin imponer correcciones, sin impedir pequeños abusos o caprichos que parecen “normales” y que, sin darse cuenta, pueden llegar a ser el inicio de problemas mucho más graves. O parece que desearían que la escuela asuma en solitario la tarea de formar a sus hijos, cuando los principios y reglas de conducta que más se fijan en los corazones son los recibidos en casa, desde los primeros años de vida.

Si el niño le falta al respeto a uno de los padres o al abuelo, si deja todo tirado para “otros” lo recojan, si se encierra en su habitación como si fuese un reino prohibido para sus mismos padres, si no hace el menor caso cuando le dicen que deje de jugar para iniciar el tiempo de estudio... ¿cómo no suponer que un niño así no sólo será maleducado e irrespetuoso, sino que incluso se habituará a vivir como si todos estuviesen a merced de sus caprichos?

No hay que tener miedo a ser exigentes con los hijos. Los niños pueden poner mala cara, tener momentos de tristeza o manifestar la disconformidad ante una orden. Pero si descubren que hay cariño y, sobre todo, que cada norma es para su bien, se someterán no “por la fuerza”, sino cada vez con mayor facilidad y, un día, con gratitud.

Educar al respeto es algo que inicia en casa. Desde la familia, y con el apoyo de la escuela, tendremos la dicha de encontrar más niños y adolescentes formales y respetuosos. Es decir, tendremos más corazones preparados para la vida en sociedad. Porque sabrán acoger con respeto a todos, porque serán capaces de vivir de modo armónico con los iguales y los distintos, con los grandes y los pequeños, con los sanos y los enfermos, con los que piensan lo mismo y con los que tienen ideas diferentes. ¿No vale la pena invertir a fondo en la educación para el respeto?