Dos jilgueros se dedican a construir, desde hace varios días, su nido. Vienen y van con pequeñas ramas y otros materiales para prepararlo con el confort que desean ofrecer a sus hijos. Pronto llegará el momento de la espera: pondrán los huevos y aguardarán a que nazcan, si nadie lo impide, esas crías que serán, en unas semanas, nuevos jilgueros, alegres pájaros entre los árboles de un parque de ciudad o de un bosque en medio de los campos.
A los hombres nos resulta cada día más difícil construir “nidos”. Nuestras casas son pequeñas y caras. Los novios tienen miedo al futuro. Los esposos jóvenes dejan pasar meses y años antes de decidirse a tener el primer hijo. Lo piensan mucho más si se trata del segundo hijo. Y el tercer hijo, para algunos, parece un heroísmo de otros tiempos...
No es el caso de comparar al ser humano con el jilguero. La vida de las personas resulta muy compleja, y cualquier simplificación lleva a conclusiones equivocadas. Pero muchos desean que pronto, en cada “nido”, aparezcan pequeños hijos, esperanzas luminosas que nacen de un amor de los padres y de un cariño de Dios que bendice con nuevas vidas el mundo humano.
Necesitamos volver a coger el Evangelio y pensar en el Dios que cuida de todas sus criaturas: de los lirios y de la hierba verde, de los gorriones y de los cuervos, de los corderos y de las ballenas. La ternura de nuestro Padre de los cielos llega con especial intensidad sobre cada uno de los hombres y mujeres del planeta, seres de polvo que llevan un poco de aliento divino, criaturas que piensan y aman, que sufren y sonríen.
Cuando recuperemos la virtud de la esperanza será posible una nueva primavera de hogares con niños. Dificultades las ha habido siempre. Saberlas afrontar de la manera correcta no es fácil, pero es posible si los esposos abren las puertas de su amor a cada hijo que Dios les conceda con cariño.
De este modo, llegará el día en que serán más numerosos los matrimonios cristianos que acojan con generosidad su misión de ayudar al nacimiento de nuevos hijos. Una misión de la que nos habla el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, n. 50). Una misión que implica recibir con alegría cada nueva concepción y comprometerse a educar a esos niños según lo que corresponde a su dignidad de hijos de Dios. Los padres son, conviene recordarlo, “cooperadores del amor de Dios Creador”, como dice el mismo Concilio, mensajeros luminosos de una donación mutua llena de generosidad y de ternura.
El nido espera que se produzca el milagro de la vida. Pequeños jilgueros nacerán un día, volarán y cantarán ante la mirada pensativa de unos hombres que pasean por el campo. También hoy están naciendo, en mil rincones del planeta, niños acogidos por aquellos padres que los aman. Se trata de un misterio que se ha renovado, durante milenios, en nuestro planeta azul y alegre, y que será posible nuevamente sólo si cada matrimonio se abre al amor y a la esperanza.