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Dios se hizo hombre para salvar a los hombres

Por primera vez Dios entra a formar parte de la historia humana. Desde ese año en adelante, la historia se dividió en dos: antes y después de Cristo.

Desde el momento de la encarnación del Hijo de Dios, el mundo no ha sido igual. Llegó la Luz a vencer las tinieblas morales del hombre, llegó la Vida para imponerse a la “cultura de la muerte”, llegó el Camino para mostrar a los hombres, errantes en este “valle de lágrimas”, el rumbo al Cielo.

Hay nacimientos que han afectado todo un país o un imperio como fue el caso del Emperador Cesar Augusto, pero este nacimiento sólo tuvo repercusiones sobre los hombres de su tiempo. El nacimiento de Cristo afectó a todos los hombres de todos los tiempos y lugares. Él es el Salvador universal.

El Catecismo nos lo recuerda en muchos números:

El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios. (457);

El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad. (n.459);

El Verbo se encarnó para hacernos participes de la naturaleza divina. (n.460).

Nos lleva a pensar en nuestra vida, tan pobre en comparación con la de Cristo. También tiene su trascendencia, pues Dios nos da una misión. Tenemos “nuestras” almas que salvar. Estas almas son las personas que Dios ha decidido salvar a través de nuestras oraciones, nuestros sacrificios, nuestra actividad apostólica.

Hoy más que nunca la Iglesia necesita a hombres generosos, dispuestos a dar todo por la causa de Cristo; hombres decididos a predicar la verdad; hombres verdaderamente santos, imitadores de Jesucristo e ilusionados por darle a conocer a los demás; hombres conquistadores, fieles a la Iglesia en todo y convencidos de su misión vital en el mundo de hoy.