Se acerca el décimo aniversario del evento que marcó un parteaguas en la historia contemporánea, los atentados en nueva york del once de septiembre del año 2001. Todos hemos conocido lo que eso desató, las guerras y las vidas perdidas que siguieron a las terribles imágenes de los aviones que destruían las Torres Gemelas. Esas imágenes marcaban una época que terminaba, apenas al empezar. Todos soñábamos con un tercer milenio en el que hubiéramos aprendido a vivir en paz, en el que dedicáramos nuestras energías a ver cómo hacer la vida más fácil a los demás. Pero no fue así. El tercer milenio comenzó con esas torres que se derrumbaban, como el símbolo del dolor que iba a seguir, el dolor del miedo a la violencia, el dolor de ver que el hambre, el abuso de los inocentes, la indiferencia ante el sufrimiento, seguían en la agenda de la humanidad. Con esas torres se derrumbaba la esperanza de un mejor inicio de milenio.
Pero no todo quedo ahí. Parecería que una de las lecciones del once de septiembre es que la fuerza bruta todo lo puede. Parecería que el imperio más poderoso del mundo iba a aplastar a sus enemigos. Parecería que la violencia terrorista tenía la última palabra. Hoy diez años después, descubrimos que aunque hay que proteger a la sociedad de sus enemigos, también es importante descubrir de donde surgen los enemigos. Enemigos que muchas veces nacen de la injusticia, de la indiferencia, de la despreocupación por el otro, por su pobreza, por su ignorancia. Enemigos que nacen de seres humanos que se sienten peones de un ajedrez de poder, en el que solo valen para ser sacrificados y que encuentran en el sacrificio suicida la única posibilidad de tener un valor.
Al sacudir los cimientos de las Torres Gemelas, el once de septiembre sacudió la autosuficiencia en la que vivimos en occidente, haciéndonos ver que no se puede jugar con los seres humanos, que no se puede ser indiferente con ningún ser humano, no importa su edad, su tamaño, su utilidad. La destrucción de las torres gemelas y sus secuelas en estos diez años, nos hacen ver lo peligroso que es descuidar el valor de cada ser humano. El once de septiembre nos sacudió la autosuficiencia. La caída de las torres nos hizo ver que no podemos poner solamente la seguridad en nosotros. Somos tan poca cosa, que un avión puede detener el mundo. Esto lo confirman las catástrofes naturales, las crisis económicas recurrentes, la incapacidad para tener líderes mundiales de peso, la ausencia de futuro para millones de jóvenes, los millones de bebés abortados, la ceguera ante las catástrofes humanitarias. El once de septiembre hizo ver que cuando la libertad del ser humano se aleja de una referencia moral es el mayor peligro para la humanidad, porque olvida el principio ético fundamental: trata a los demás como quieres que los demás te traten a ti. Han pasado diez años desde aquellas imágenes. En esos aviones iban las miserias del ser humano buscando destruir el bien que puede soñar el ser humano con sus ideales. Me pregunto si nos damos cuenta de todo lo que se cuestionó en ese día o si seguimos inconscientes. Los edificios se podrán reconstruir. Los muertos podrán ser honrados por la oración o el recuerdo. Pero si no cambiamos, nosotros mismos estamos lanzando aviones contra el centro de nuestra cultura, de nuestra sociedad, de nuestra familia, de nosotros mismos.