Diálogo interreligioso, verdades y errores
¿Se puede hablar de verdadero o falso, de correcto o incorrecto, de acertado o equivocado, a la hora de iniciar un diálogo entre religiones?
Según una opinión más o menos difundida, la pretensión de poseer la verdad, de tener razón, de estar en lo cierto, podría llevar a actitudes de desprecio, de intolerancia. Es decir, llevaría a impedir el diálogo, a poner serias trabas en las relaciones humanas. Si uno piensa que tiene razón y que los demás están equivocados, ¿cómo puede ser posible el diálogo?
Además, afirman algunos, las nociones de error y falsedad, aplicadas a las religiones, llevan al deseo de distinguir entre las que sean verdaderas y las que sean falsas. Habrá incluso quien hipotice que todas las religiones serían falsas. Estas actitudes parecerían invalidar, dicen, todo diálogo: quienes pretenden poseer la verdad (normalmente cada religión acepta esta idea) consideran que los demás están equivocados, si es que no ven a los otros como a pobres hombres seguidores de algún líder que ha mentido o engañado a pocas o a muchas personas.
Para evitar este “peligro”, habría que cambiar de actitudes. Si se prescinde de las nociones de verdad y falsedad, y se acepta, como punto de partida, la igual validez de todas las posiciones, entonces sería posible un verdadero diálogo interreligioso, en el que todas las religiones se encuentran en cuanto dotadas supuestamente de igual verdad.
Esta postura, sin embargo, crea más problemas que soluciones. En primer lugar, porque no es nada fácil decir a cada religión que vale igual que las otras. Esta “ficción mental” supone, en la práctica, dar un igual trato a lo que es distinto, cerrar los ojos ante creencias que son, en algunos casos, contrapuestas, y, en otros, simplemente incompatibles.
La psicología de la fe que lleva a las personas a aceptar una religión en vez de otra nos muestra que el acto de creer sólo es posible desde el presupuesto de considerar a la propia religión como verdadera. Por eso mismo, se supone también que las demás religiones son, como mínimo, “menos verdaderas” (si es que no son vistas como falsas).
En segundo lugar, porque dialogar no significa creer que todo vale lo mismo, sino comprometerse, en el respeto al otro, para buscar con sinceridad si mi punto de vista es correcto (es verdadero) o si es equivocado. Establecer un diálogo, por ejemplo, entre un musulmán y un cristiano sobre la doctrina trinitaria sin que ninguno de los interlocutores crea en la verdad de su punto de vista sería como hablar sobre nada, es decir, como no hablar...
Aceptar la verdad del propio punto de vista resulta, por lo tanto, un presupuesto imprescindible para entrar en diálogo con el otro. Pero no basta. También hay que aceptar otra verdad que en algunos momentos de la historia (también del presente) ha sido olvidada, si es que no ha sido gravemente violada: cada hombre, cada mujer, tiene un valor muy elevado, y nadie puede despreciarle u obstaculizar sus derechos fundamentales por el simple hecho de pertenecer a otra religión o por tener una filosofía distinta de la propia.
Esta verdad, que funda cualquier relación humana que se haga realidad según criterios de justicia, supone nuevamente superar cualquier “pacifismo” descafeinado que diga que no existen verdades. La dignidad del ser humano es una “verdad”, no una opinión o algo que no sabemos si vale o no vale. Por lo mismo, hay que saber decir, con valor, que quien niega esta verdad está en el error, y en error sumamente grave que puede llevar a actitudes gravemente intolerantes.
El diálogo religioso tiene que seguir adelante en un mundo donde hay muchas diferencias y poco esfuerzo sincero por buscar la verdad. No podemos vivir encerrados en conchas herméticas donde cada uno acepte tener toda la verdad sin confrontarnos con puntos de vista distintos. Pero la confrontación tiene que hacerse desde la sinceridad, el respeto y el compromiso por buscar la verdad. A veces esto implicará reconocer que yo estaba equivocado, que lo que antes consideraba como verdad era un error. Otras veces será el otro quien diga, con sencillez, que estaba en el error y podrá así acoger la verdad que puedo ofrecerle como el don más grande de la amistad, como el terreno común que es capaz de unirnos a todos los hombres.
Podemos superar el miedo al diálogo interreligioso. Podemos poco a poco poner piedras desde las cuales sean posibles más encuentros. Sin engaños. Sin aparentar que no creemos en la verdad de nuestro punto de vista. Lo más honesto será estudiar nuestra propia fe, reconocer en ella una verdad que nos transciende, y ofrecerla, en el respeto sincero, a quienes se acerquen a nuestra puerta, a quienes nos pregunten sobre nuestra condición de creyentes en Cristo, de miembros de la Iglesia. Una Iglesia que mantiene abiertas sus puertas a quienes llamen con un deseo profundo de sopesar la verdad de una fe antigua y siempre nueva, una Verdad que coincide con una Persona: Jesús de Nazaret, Hijo del Padre, Hijo de María, Salvador del mundo y de la historia.