“Nosotros, que fuimos tan sinceros, que desde que nos vimos, amándonos estamos.
Nosotros, que del amor hicimos un sol maravilloso, romance tan divino.
Nosotros, que nos queremos tanto, debemos separarnos. No me preguntes más.
No es falta de cariño. Te quiero con el alma.
Te juro que te adoro y en nombre de este amor y por tu bien… te digo adiós”.
Hasta aquí la letra de la canción, pero no el fin de la historia… ¡de tantas historias que muchos conocemos! ¡Qué desastre! Cuántas y cuán grandes complicaciones de sentimientos, de amores y desamores y de infidelidades somos capaces de provocar cuando nos dejamos arrastrar por las pasiones huracanadas, con las consabidas consecuencias para propios y extraños.
Seguro que todos tenemos grabadas aquellas escenas desastrosas en las que un río fuera de madre arrasa casas, puentes y todo lo que se interpone en su paso. La explicación es sencilla: cada metro cúbico de agua pesa una tonelada. Pues algo parecido sucede cuando se desbordan las pasiones. Tal pareciera que el amor pesa más todavía. La relación entre esposos, hijos, padres, amigos, los bienes económicos y patrimoniales, la profesión y, por supuesto, el prestigio moral se tambalean y amenazan con venirse abajo cuando un amor desordenado se desencadena en un corazón.
Por otra parte, resultan evidentes muchos casos de personas que han estado luchando, hasta no poder más, por ser fieles a sus compromisos de amor, y lo único que han recibido es indiferencia, cuando no humillaciones y malos tratos, y no pocas veces esta problemática va acompañada por vicios como el alcohol, las drogas y las infidelidades que pueden hacer insoportable la convivencia. Casos, pues sin solución aparente; mucho más cuando quienes los padecen pierden el sentido trascendental de la vida y se olvidan de Dios.
La experiencia demuestra que, la búsqueda de cariño fuera del ámbito familiar, puede estar relacionada con nuestro egoísmo, toda vez que esperamos ser amados sin tener que pagar el precio de un amor en el que estamos comprometidos, es decir, cuando añoramos unas atenciones que nosotros no estamos dispuestos a dar, y que, por lo mismo, pueden estar demostrando un cierto grado de inmadurez. “Por que todos sabemos querer, pero pocos sabemos amar”. Como nos deja claro otra canción.
Conforme pasa el tiempo, parece que nos empeñamos en devaluar el amor de forma que lo reducimos a un cariño pasajero que no requiere compromisos, y con ello disminuimos nuestra capacidad de débito. Cada día evitamos más todo aquello que nos pueda reclamar compromisos y es que cada vez somos menos dueños de nosotros mismos. No somos capaces de exigirnos por comodidad y cobardía. Es aquí donde debemos trabajar el control de las pasiones para que, en concordancia con la razón, podamos diferenciarnos de los animales y esto se llama dominio personal. Esta necesidad de un dominio sobre sí mismo, hay que mantenerla a lo largo de toda la vida; más aún, hay que desarrollarla porque el amor nunca debe darse por supuesto: o se nutre y vive y crece, o muere por debilidad.
Pienso que dentro de una cultura donde el placer es amo y señor de todo; donde el límite se ubica en el consabido: “cuando ya te sientes mal”, es necesario hacer un parón para fijarnos hacia dónde vamos. Hay muchos asuntos y problemas, en todos los niveles, que ya no tienen solución; pero somos responsables de salvar lo salvable y tratar de corregir el rumbo antes que los que vengan detrás caigan con nosotros en los mismo errores, mientras nosotros nos dedicamos solamente a justificarnos culpando a los demás.
Si echamos un vistazo para atrás, seguramente podremos rescatar muchos valores perennes que nos permitan construir un mundo mejor, y como dijo alguien: “olvidar el pasado significa condenarnos a cometer los mismos errores”. Ni los gobernantes, ni los políticos en general, ni los modelos económicos, ni las modas actuales, ni aquello que nos suele presentar ese tipo de cine que está empeñado en sacar a relucir lo peor de la sociedad… nos están ofreciendo la solución, pues ésta sólo está en la familia.