Por bondad de Dios tengo comida, tengo vestido, tengo casa. Si además mi corazón es agradecido, si me dejo guiar por la gracia de Dios, sabré compartir lo que he recibido, tendré la generosidad suficiente para dar de comer al hambriento.
En ese gesto sencillo, solidario, justo, lo importante no es lo que yo hago. Lo importante es que el otro reciba ayuda. Porque su mirada pide algo de comer, porque su corazón espera una mano amiga, porque su cuerpo está débil y enfermizo.
Es importante recordar, cuando podemos ofrecer comida al hambriento, que él es el protagonista. Quizá pensamos que somos nosotros los que hacemos, los que damos, o incluso los que nos sacrificamos. Pero nuestro gesto empieza a ser realmente bello cuando el otro ocupa el lugar más importante de nuestros pensamientos y de nuestro gesto amigo.
Sabemos, además, que en cada hambriento está presente el mismo Cristo (cf. Mt 25,35-40). Por eso no sólo durante la Cuaresma, sino siempre que sea posible, he de tener la mente y la mano disponibles para que los hambrientos, cercanos (en la parroquia o en un centro de Cáritas) o lejanos, reciban eso que yo recibí no para mi uso egoísta, sino para repartirlo generosamente.
“Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía” (Is 58,9-10).
Sí: la luz resplandece cuando damos de comer al hambriento, cuando vemos su necesidad y le ofrecemos eso que tanto desea. Así penetra, de modo concreto y visible, el amor en nuestra Tierra; y Dios, desde el cielo, sonríe junto al hambriento que recibe no sólo un poco de pan, sino un gesto sincero de cariño.