Una de las tradiciones más características del pueblo mexicano es la del “día de muertos”, que hundiendo sus raíces en el México prehispánico, ha sido convenientemente cristianizada, mostrando admirablemente cómo la fe cristiana puede empapar e impregnar los elementos sanos de cualquier cultura. Baste pensar, por ejemplo, en los “altares de muertos”, “el pan de muerto”, o las tradiciones de pueblos como Mixquic en el Distrito Federal, o Pátzcuaro en Michoacán: la gente va al panteón, “come con sus difuntos”, en ocasiones lleva conjuntos musicales; en Sinaloa la “Tambora”, por ejemplo. Esas visitas a camposantos están indulgenciadas por la Iglesia en los primeros 9 días del mes de noviembre, con ello se busca fomentar la oración por los difuntos.
En efecto, durante el mes de noviembre la Iglesia recuerda con particular insistencia el alma de los fieles difuntos ofreciendo sufragios por su eterno descanso. Entre las devociones más arraigadas entre los fieles cristianos se encuentra la de las “ánimas del purgatorio” y muchísimos fieles portan con fe el “escapulario dela Virgen del Carmen” en la esperanza de que Ella los sacará del purgatorio el sábado siguiente al propio fallecimiento. ¿No podría insinuarse la sospecha de “infiltraciones paganas” dentro de la práctica de la fe cristiana?, peor aún, ¿no podrá tratarse de un “eclecticismo oportunista”, con afán de atraer a la práctica cristiana a personas culturalmente muy alejadas de ella?
Es gozoso afirmar que sucede todo lo contrario: lo dice con claridad el adagio teológico: “lex orandi, lex credendi”, “la ley de la oración es regla de fe”; la piedad popular esconde con frecuencia –no siempre, es verdad- profundas intuiciones teológicas. Detrás de este aparente “culto a los muertos” se oculta una honda comprensión de la Iglesia, como sacramento de comunión, una comunión que rebasa los límites espacio temporales y alcanza tanto a las almas que nos han precedido como a las que vendrán más adelante. Se trata en definitiva de una solidaridad y una caridad con los que nos han precedido, y la alegre confesión de que el aguijón de la muerte no es definitivo, siendo así que podemos mantener profundos lazos de comunión reales y eficaces en la fe, no meramente sentimentales y afectivos, con las personas que hemos querido y se nos han marchado.
La dogmática católica tradicionalmente reconoce tres “niveles” o “estadios” en los que se manifiesta la Iglesia: la Iglesia militante es la que se ve, la que formamos todos los bautizados de un extremo al otro del orbe, la que actúa en el corazón de cada fiel cristiano cuando hace la más ínfima de sus obras buenas; la Iglesia purgante es la que se encuentra purgando sus faltas en el purgatorio: nada que no sea puro y santo puede gozar de la presencia y la comunión definitiva con Dios, si al momento de morir un alma no tiene esas disposiciones es convenientemente purificada en ese lugar. Estas almas no pueden merecer para sí mismas, el tiempo del merecimiento acaba con la vida sobre la Tierra, pero si pueden interceder por los que aquí nos quedamos. Por último, la Iglesia triunfante, formada por los santos, es decir, aquellos que ya gozan de la plena comunión con Dios en el cielo, pero que no por ello se desentienden de los avatares del hombre aquí en la Tierra, ni de la gran causa de Dios en ella, que es la salvación del género humano.
Litúrgicamente –es decir, en Misterio- esos 3 niveles se unen en la celebración de la Eucaristía. En cada Misa está toda la Iglesia presente, unida a Cristo, alabando al Padre. La militante son los asistentes y aquellos vivos por los que se ofrece, la purgante porque siempre se pide por las almas de los fieles difuntos, la triunfante porque nos unimos a la alabanza que tributan al Creador sus santos en el cielo. Los mexicanos nos hemos acostumbrado a “la Flaca”, “la Parca”, “la Muerte”, que curiosamente aparece personificada en el Apocalipsis, siendo la última en ser vencida por Jesucristo. La muerte, consecuencia del pecado, es vencida al final de los tiempos, cuando esa comunión con Dios y entre toda la Iglesia se consume definitivamente.
P. Mario Arroyo
Doctor en Filosofía