Con el miércoles y la imposición de la ceniza, comienza la Cuaresma. Tiempo especialmente dedicado a ocuparnos de la vida del espíritu, a intensificar nuestra oración y contemplación, a la lectura más asidua de la Sagrada Escritura, a prepararnos a celebrar con toda solemnidad, en la próxima Semana Santa, los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Tiempo propicio para seguir más de cerca a nuestro Señor y Maestro, llevando una vida religiosa, sobria, y de servicio más generoso a nuestros hermanos más necesitados.
Las palabras que pronuncia el sacerdote acompañando el gesto de imponernos la ceniza, "Conviértete y cree en el Evangelio", constituyen todo un programa de vida cristiana. No se trata de cambiar de idea, de programa, de ideología, sino de un cambio radical, de una conversión, de la fe en el Evangelio, y este Evangelio o Buena Noticia es la misma persona de Jesucristo; su doctrina, su vida, su muerte, su resurrección, su Espíritu.
El Santo Padre Benedicto XVI, en su
mensaje para la Cuaresma de este año, utiliza la expresión de San Pablo en su Carta a los Romanos: "La justicia de Dios se ha manifestado… por la fe en Jesucristo" (Rm 3,21-25) Magnífico programa el que nos ofrece el Papa para esta la Cuaresma. Coincide plenamente con el de la fórmula de la imposición de la ceniza.
Se trata de una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas; más en concreto en el aspecto de la justicia. Partiendo de la definición clásica de la justicia de "dar a cada uno lo suyo", el Papa llega a la conclusión de que lo "suyo" de la persona humana, es decir, aquello que necesita para una vida en plenitud no se agota con los bienes materiales o temporales, exigidos por la justicia humana y que han de garantizar las leyes. Necesita también del amor gratuito de Dios.
De donde se deduce que la justicia no se establece solamente con remover las causas externas que la originan. La injusticia, "fruto del mal", tiene también causas internas, que nacen en nosotros, en el corazón humano, en nuestro desorden, en nuestro pecado. Frente a la apertura a Dios y a los semejantes, algo tira de nosotros hacia el egoísmo, a querer imponernos sobre los demás y contra ellos y nos impide el amor a Dios y al prójimo.
Es necesario erradicar también estas causas. Pero ¿cómo? La respuesta, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, no es otra que por la fe en Dios, que nos lleva al amor al prójimo. Creer en Dios nos lleva a escucharlo y a hacer lo que Él hizo y hace: Escuchó el clamor de su pueblo y lo sacó de la esclavitud y, como respuesta, pide justicia con el pobre, con el esclavo, con el forastero, con el huérfano, con la viuda…
Y ¿cuál es la justicia de Cristo? - se pregunta el Papa - y responde que es la que viene de la gracia, porque "no es el hombre quien repara, se cura a sí mismo y a los demás….sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la "maldición" que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la "bendición" que corresponde a Dios" (cf. Ga 3,13-14) Es la justicia de la Cruz, que pone de manifiesto que el hombre necesita de Dios para ser plenamente él mismo.
Por eso, creer en el Evangelio, convertirse a Jesucristo, a la justicia de la Cruz, significa precisamente esto: Salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad. Es entrar en la justicia del amor.
Esta experiencia la podemos vivir, sobre todo en los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, para cuya recepción la Cuaresma es tiempo propicio, y nos impulsará a contribuir al establecimiento de la verdadera justicia en una sociedad, donde todos vivan una vida digna "y donde la justicia sea vivificada por el amor".