¿Cuáles son tus títulos?
Tener títulos se ha convertido en un pasaporte imprescindible para formar parte del mundo moderno. Sin títulos, te miran como a un “don nadie”. Con títulos, entras en las relaciones humanas por la puerta grande, como quien “sabe” y habla con conocimiento de causa.
La experiencia de la vida, sin embargo, nos hace ver que los títulos no lo son todo. Porque con estudios universitarios, con varios masters, con aplausos y premios académicos, hay quienes viven sometidos a las pasiones del egoísmo, de la ambición, de la pereza, de la envidia, de la carne. Mientras que sin títulos, sin grandes reconocimientos, sin “papeles” en la pared de su cuarto, hay quienes tienen un corazón grande, generoso, alegre, trabajador, honrado, prudente y humilde.
Los títulos, además, no son una garantía de haber aprendido realmente las materias estudiadas, ni un remedio contra el avance inexorable del olvido, ni contra la triste tendencia a la mentira con la que muchos ocultan su falta de aptitudes, sus errores académicos o sus intereses más mezquinos.
Decir lo anterior no es lo mismo que decir que no vale nada dedicarse a los estudios. Estudiar es siempre importante, porque permite abrirse al mundo del saber. Porque, además, si uno estudia con sinceridad y honradez, terminará por reconocer que es mucho más lo que no se sabe que lo que cree saber. Entonces podrá abrirse a un mundo magnífico, el mundo de la fe, en el que acogemos verdades profundas que vienen del mismo Dios hecho Hombre.
Lo sabía muy bien santo Tomás de Aquino, un hombre que dedicó buena parte de su vida al mundo de los libros y de las clases universitarias. Para santo Tomás era evidente que conoce mejor sobre las cosas más importantes de la vida una viuda con fe que muchos sabios que gastan la vida en libros e investigaciones, pero sin haber recibido, suplicado y acogido el don que permite vislumbrar verdades magníficas que vienen de la Mente y del Corazón de Dios.
Más allá del estudio, más allá de los diplomas, inicia el mundo de la sencillez y de la honestidad, de la fe y del amor. No nos engañemos: los títulos muestran que uno pasó por el mundo universitario, pero no dicen lo más profundo que caracteriza al ser humano, aquello que nos hace miserables o santos: la capacidad de amar y de dejarse amar por Dios y por el prójimo.