¿Cómo medir el grado de felicidad, de dicha, de plenitud, de una vida humana?
Entre los griegos se decía que nadie puede ser llamado feliz mientras viva, pues todo puede cambiar de repente, en cualquier momento. Cada vida está rodeada de un misterio, de una indeterminación que pone siempre en peligro cualquier felicidad conquistada en esta tierra.
Dejando de lado lo que escapa a nuestro control por culpa del tiempo que nos sorprende siempre de mil maneras imprevistas, es normal que cada uno de vez en cuando reflexione sobre su vida, sobre el nivel de felicidad en el que se encuentra.
Pero aquí nos encontramos con muchas sorpresas. En primer lugar, los parámetros para medir la propia felicidad son muy confusos. Algunos creen que son felices si tienen muchos momentos placenteros. Otros, si la cuenta del banco se muestra con muchas cifras. Otros, si la familia va bien. Otros, si realizan un trabajo que les llene. Otros, si tienen modos de escaparse de la monotonía, de lo ordinario. Otros... otros no saben realmente en qué fijarse para ver si son felices o no.
En segundo lugar, nos sorprendemos al encontrar personas llenas de cualidades, de dinero, fama y salud, con un corazón amargado, triste. No miremos hacia fuera: también nosotros, después de haber experimentado algún placer intenso, haber conquistado algo fuertemente deseado, sentimos un extraño vacío, un cierto desasosiego. Si el placer, además, fue injusto o pecaminoso, la “felicidad” que nos pudo dar en el pasado se tiñe ahora de un poso de dolor, si es que no nos lleva al autodesprecio o a la rabia al constatar nuestro egoísmo y nuestra debilidad, al ver que nos dejamos esclavizar por pasiones a veces muy bajas.
De nuevo, la pregunta: ¿cómo podemos estar seguros de que somos felices, de que hemos escogido el camino correcto que nos lleva a esa meta? Paradójicamente, la respuesta empieza a obtenerse cuando la felicidad deja de ser una obsesión, cuando no pensamos más en cómo conseguirla a cualquier precio.
Cuando no buscamos nuestra felicidad, sino la de otros, nuestro corazón se siente feliz, casi sin haberlo querido. Nos sorprende una felicidad que nace de lo más profundo de nosotros mismos, porque hemos dejado de pensar de modo egoísta y hemos abierto la propia vida a los demás.
El mundo nos bombardea con frases y ejemplos de felicidad equivocada. Nos invita al camino fácil, al placer del sexo, del alcohol, de las diversiones o de la salud y fuerza física. Embota nuestros sueños de amor y de justicia con cadenas que nos impiden volar lejos, conquistar metas difíciles, dar lo mejor de nuestra vida y energías para que la sociedad sea un poco más justa y más buena.
Habrá, pues, que dejar de buscar el ser felices por caminos que no llevan a ninguna parte. Tal vez sea hora de abrir el Evangelio y escuchar a un Nazareno, Hijo de Dios, que nos dice, también a los hombres y mujeres de hoy, que son felices los pobres, los mansos, los puros, los perseguidos... Son felices, porque no piensan en sí mismos, porque buscan al Padre y porque se dan a los demás, también al enemigo. Son felices, a veces sin saberlo, también entre sus lágrimas. Son felices porque Dios entra en sus vidas y suaviza los dolores y las penas, da paz y llena de esperanza, levanta y cura. Son felices porque aman y se dejan amar. Son felices porque han dejado de pensar, de medir, cuál pueda ser ahora, en este día, su grado de felicidad...