Saint-Exupéry, el famoso autor de El Principito, decía que “un hombre vale según el número y la calidad de sus vínculos”, esta idea me resulta perfectamente válida, aunque quizás convenga matizarla. Digo esto porque hoy en día tenemos otros sistemas para valorar la “importancia de las personas” y éstos tienen que ver con lo económico, lo académico, lo político, con la fama, y los viajes que se han realizado.
Si echamos marcha atrás, leyendo los escritos que relatan las costumbres y forma de vida de los primeros cristianos solemos encontrar historias francamente conmovedoras, por la fuerza de vida de quienes se profesaban seguidores de Cristo; de tal manera que podemos afirmar que, a los cristianos de los primeros siglos se les tenía miedo.
El miedo al que me refiero no tiene nada que ver con el que solemos experimentar al encontrarnos con gente violenta y diestra en el uso de las armas o de las artes marciales, sino con otro muy distinto: es el temor que suelen sentir quienes se hayan ante quien vive de acuerdo a unos principios muy exigentes, estando dispuestos a dar la vida antes que traicionarlos.
Al leer los Evangelios, queda claro que la doctrina predicada por Jesús, tanto con sus palabras como con sus obras, es sumamente dura y exigente, como lo demuestran —entre muchos otros— tres textos a los cuales el mundo de nuestros días les ha declarado la guerra: “El que quiera venir en pos de mí que se olvide de sí mismo. . . “; “pero yo os digo: perdonad a vuestros enemigos. . .”; “si quieres ser perfecto, ve y vende cuanto tienes, dalo a los pobres. . .”
Si no aceptamos a Cristo como maestro; ni como nuestro fin; si no aceptamos su moral; si no aceptamos la autoridad de quien Él dejó como cabeza de su Iglesia; si no estamos dispuestos a seguirlo; si no somos sus amigos -porque no lo tratamos- quizás no deberíamos adornarnos con el hermoso nombre de “cristianos”.
Pero tomar la decisión de renunciar a ese nombre produciría algo mucho más grave que abandonar nuestro equipo de fut-bol para “irle” a otro. Significaría haber renunciado al fin que le da el verdadero sentido a la vida del hombre, independientemente del siglo en que vivamos, y lo que nos pone en condiciones de alcanzar un felicidad que este mundo no puede darnos (aunque esté empeñado en convencernos de que sí puede).
La decisión de vivir un cristianismo coherente, puede provocar muchas incomprensiones, y en algunos casos... agresiones, de los que se sientan ofendidos por quienes se esfuerzan en cumplir una voluntad que no sea la de ellos. Pero, “sólo los peces vivos van contra corriente”. Me pregunto si ¿será realmente imposible seguir el ejemplo de tanta gente, en todos los estratos sociales y culturales, quienes día tras día intentan portarse bien, dando lo mejor de ellos mismos, y pidiendo a Dios ayuda al descubrir una vez más sus errores y debilidades?
En su excelente libro: “Ilustrísimos Señores”, el que llagara a ser más tarde Juan Pablo I, nos habla de esto en un ejemplo tan sencillo como aleccionador. En una de sus cartas, nos cuenta de un loco que se metió a un comercio de piezas finas de cristal y porcelana, dedicándose a romper, con un bastón, todo lo que encontró a su paso, ante el asombro de mucha gente que acudió para contemplar el suceso. Poco después, se presentó un viejecito con un frasco de pegamento, quien, con enorme paciencia, se dedicó a unir los añicos que podía, tratando de recomponer muchas piezas. . . pero lo hizo en completa soledad: nadie se acercó a observar su labor.
¿ Seremos acaso incapaces de descubrir tantos ejemplos cercanos a nosotros, de vidas realmente heroicas, sin enterarnos de ello, puesto que son gente ordinaria, y sólo sabemos poner atención a los casos exitosos, de aquellos a quienes todo el mundo les dice: “Buana-buana”?. De ser así: ¡pobres de nosotros. Estamos acostumbrados a dejamos impresionar por aquellos que demuestran tener una enorme capacidad destructiva, y nuestro morbo suele ser explotado con motivos ideológicos y económicos por los cineastas, y los demás medios de comunicación.
Los milagros que Cristo hizo hace veinte siglos, ahora parecen superados por el cine y la tecnología, los cuales, lejos de exigirnos una vida honesta, limpia y sacrificada, nos ofrecen diversión y comodidad, pero. . .¡lástima!, son incapaces de darnos algo más que un rato de diversión. En definitiva: cada quien decide.