Durante la Reforma protestante, en el siglo XVI, hubo pueblos enteros que dejaron la Iglesia católica para pasar a las nuevas ideas. En un pequeño pueblo de Suiza, que se había hecho por entero protestante, quedó aislada una señora anciana, porque conservó su fe en el Papa, en el valor de las oraciones y del rosario, en la fe de los católicos. Pasaban los años, y cada vez la pobre anciana recibía más y más presiones para que dejase sus ideas y se uniese a los protestantes. Le decían que la Iglesia católica perdía cada día más estados, que en Roma ya no había ningún Papa, que ella estaba loca... Aquella señora seguía aferrada a sus convicciones, sola, contra todos.
Un día llegaron a aquel pueblo, de paso, unos jóvenes católicos. Para la anciana fue como un rayo de esperanza: ¡todavía existen católicos en Europa! Recibió fuerzas para continuar en su fe, y su esperanza se encendió. Había valido la pena su lucha durante aquellos años difíciles de soledad y de críticas. Otros creían como ella, porque la verdad no puede esconderse ni quedar abandonada por mucho tiempo.
Gracias a los medios de comunicación es difícil que hoy ocurran situaciones parecidas. Pero no faltan aquí y allá católicos que viven contra corriente, casi solos, como si lo que creen fuese una idea del pasado, como si la ola de las nuevas ideas pudiese terminar en unos años con lo “poco” que queda de la fe cristiana. A veces uno puede vivir meses en la universidad o en los últimos años de su preparatoria como un marciano, un chico o una chica “de otro mundo”. Creen todavía en Cristo, en Dios Padre, en el cielo, en la vida eterna, en el pecado, en la virginidad, en el matrimonio... Se dan situaciones parecidas en el mundo del trabajo, o en el mundo del espectáculo, o en los lugares de vacaciones. Hay católicos que se sienten solos, y más de una vez piensan si será verdad lo que los otros les dicen: hay que dejar lo absurdo del cristianismo y vivir según los nuevos tiempos, hay que disfrutar la vida, hay que aprender a luchar y a trampear como todos...
No es fácil caminar hacia una meta cuando los demás parecen ir en la dirección opuesta. Pero la fe es capaz de mover montañas. Creer que Cristo resucitó quizá era más fácil en otros tiempos, pero siempre ha sido una aventura. Tal vez hoy sea más difícil, más arriesgado, porque hay mil obstáculos contra nuestra fe. Ser un “marciano” en un mundo que dice ser racional, lógico, “humano”, creer a pesar de todo, sólo es posible si sentimos, de verdad, que Cristo no está muerto.
Esta fue la convicción que movió a los primeros cristianos. Esa es la luz que guió los pasos de la Iglesia en su deseo por llevar el Evangelio a todos los rincones del planeta. Esa es la fuerza que hizo que hombres y mujeres, ancianos o niños, fuesen capaces de mantener viva su esperanza, incluso ante la amenaza de morir, lentamente, entre los tormentos de un refinado instrumento de tortura...
Los millones de mártires de la historia no son fanáticos de ideas superadas. Son testigos de algo que no se puede explicar como se explican las matemáticas. La resurrección de Cristo divide en dos la historia. También ahora, en estos momentos, un esposo o una esposa se mantiene fiel a pesar de la infidelidad de la otra parte. Una joven renuncia a abortar porque ama a su hijo y porque Cristo está a su lado. Un sacerdote supera la calumnia y la difamación porque sabe que son felices (bienaventurados) los perseguidos e insultados. Un enfermo ofrece sus horas de dolor, quizá sin el necesario consuelo de los que deberían amarle, con la certeza de que los que lloran pueden ser consolados, y de que su agonía lenta puede impedir una guerra o puede cambiar un corazón endurecido.
La historia sigue adelante. ¿Somos muchos o pocos los católicos? No sabemos, pues también hoy como ayer existen lobos disfrazados con piel de ovejas. A pesar de todo, creemos, con la fuerza de tantos otros millones de testigos, que Dios no ha muerto, que Cristo vive, que el Evangelio nos revela palabras de vida eterna.
Pasan las modas, los egoísmos, las ideologías de los defensores de un mundo sin Dios y sin esperanza. El amor no pasa: escribe cada día páginas que hacen bella la vida humana y quedan, para siempre, grabadas en el cielo. La tumba no pudo contener a Cristo. Tampoco la Iglesia desaparecerá, aunque a veces nos sintamos solos, en medio de la tormenta. Pero no temamos. Él ha vencido al mundo...