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Creer, migrar e integrarse

 ¿La religión juega un papel en el proceso de integración del migrante en la sociedad que le recibe? ¿Toda religión es válida por el hecho de ser religión? ¿La fe se presupone o se sucede? ¿Qué respuesta ofrece el cristianismo católico?

        No hace falta una sensibilidad excesiva para compadecerse de los centenares de inmigrantes procedentes de África que a diario son interceptados en las costas españolas, francesas o italianas en condiciones paupérrimas. En la  mayoría de los casos han invertido todo patrimonio, toda posesión, para pagar el medio y la persona que les ayuden a penetrar en una  nueva frontera aun a costa de la propia vida. En otras latitudes de la tierra la odisea no es menor en riesgo ni deja de ser conmovedora: la frontera México-Estados Unidos constituye, hoy por hoy, un punto nodal de excesivo flujo migratorio donde las garantías de éxito para el emigrante ilegal no son halagüeñas. Según las estadísticas del gobierno  estadounidense, alrededor de 800, 000 mexicanos ingresan diariamente a los Estados Unidos. Cada año la Unión Americana admite entre 150, 000 y 200, 000 mexicanos al país como residentes permanentes legales.

          Según datos recientes de las Naciones Unidas, los emigrantes por razone económicas son hoy casi doscientos millones; los refugiados, cerca de nueve millones y los estudiantes internacionales unos 2 millones. A estos habría que añadir los desplazados internos y los emigrantes irregulares.

          Todos ellos son, de una u otra manera, Prófugos de cualquier condición que, impulsados por las persecuciones o por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, la amada familia, los vecinos y los amigos entrañables, para dirigirse a tierras extranjeras. No obstante las mil vicisitudes y los casos de muerte en situaciones verdaderamente  trágicas, hay seres humanos que alcanzan el objetivo de ingreso y establecimiento en un nuevo país. Tanto individual como colectivamente, la persona y los distintos grupos de inmigrantes llevan consigo un patrimonio cultural y religioso rico de significativos elementos: poseen unas características propias. Hasta el momento antes que emigraran el ambiente en que se habían desenvuelto formó, de una u otra manera, su ser de sujetos culturales. El  emigrante está marcado por una faceta o medio cultural que, comúnmente, coincide en identificarse con las fronteras de un país. El hombre existe siempre en una cultura concreta.

           Es verdad que en algunos países los diferentes grupos étnicos no comparten la totalidad de elementos que pueden determinar de modo general a todos los miembros de un Estado político, sin embargo, es común  que a la mayor parte de sus habitantes se les puedan atribuir unos rasgos o características más o menos propagadas. Una de ellas es la religión.

            El inmigrante, al penetrar una nueva frontera, lleva consigo ese patrimonio cultural. En él se ha desenvuelto  y resulta, por consiguiente, ineludible el choque que supone su encuentro con la nueva realidad cultural ante la que se halla.

            Cada país posee una cultura propia. Su conciencia histórica no es la misma que la del país vecino ni la de ningún otro. No obstante, sería falso negar que, incluso así, un gran número de naciones comparten, aunque sólo sea parcialmente, una riqueza común. La religión vuelve a suponer un ejemplo claro. Una buena cantidad de países latinoamericanos, europeos, e incluso asiáticos, participan en mayor o menor medida de una fe ya cristiana, ya musulmana, ya hindú. Las manifestaciones culturales convertidas en obras artísticas (esculturas, pinturas, arquitectura, literatura, etc.), evidencian la sintonía, la proximidad, en al menos un rasgo, aunque éste esencialísimo, del todo cultural.

            En gran medida, la religión, como elemento constitutivo e imprescindible de una cultura, cuando no fundante, anima la visión que determinará la cerrazón o apertura en el proceso de integración de los inmigrantes y la reciprocidad por parte de los ciudadanos del país que los recibe. Nos encontramos así ante una pluralidad bien diversificada de posturas en torno al fenómeno de la integración del migrante, y la aceptación del mismo, en nuestra actualidad. Un fenómeno que se ha ido acentuando y tomando carices distintos tanto por parte de las masas que se movilizan como de los habitantes de los lugares hacia los cuales se desplazan y establecen.  

            Concientes de que la presencia de extranjeros, sobre todo en los países desarrollados o que gozan de un esperanzador futuro económico o pacífico, está constituyendo y va a seguir significando un fenómeno de la máxima importancia social, conviene buscar un encauce que distense el encuentro que supone. Es este encuentro el que plasma un planteamiento peculiar en torno al tema de la aceptación o integración mutua. Un “problema” que parece encontrar solución en las respuestas que ofrece la religión, que aporta la fe. Partimos de la obviedad tocante a la diversidad de credos. No es la religión en su conjunto, por el mero hecho de ser religión, quien puede establecer cauces válidos aunque esto se desearía.       

          A raíz del viaje realizado a Turquía, Benedicto XVI ha agradecido y ensalzado el sentido de la hospitalidad que distingue a los países de mayoría musulmana. Al musulmán la hospitalidad se le presenta como un deber. Sin embargo, no se puede esconder el enfoque que al respecto tienen sobre la integración en cuanto toca a los suyos. Los hechos manifiestan la actitud más o menos general del musulmán: no hay espacio para la integración so pena de caer en una mal entendida conversión o abandono de la propia fe. Son conocidas las peticiones realizadas por grupos islamistas en España o Inglaterra que han llegado a solicitar para sus comunidades la aplicación de una regulación jurídica especial semejante a la que vivían en los países de origen.

          En el caso de ser los países de mayoría musulmana el espacio de acogida, si bien hemos ponderado el sentido de hospitalidad, no se puede considerar a éste como un gesto que implique una indiferencia de cara al futuro. En la práctica, prima el deber del inmigrante a comulgar, en algunos lugares incluso coaccionado por la fuerza física y la presión psicológica, con la cultura del lugar violándose así los derechos humanos. De aquí la necesidad de reflexión respetando siempre la distinción entre diálogo civil y religioso; distinguir entre esfera civil y esfera religiosa también en los países musulmanes pues no son desconocidas las graves dificultades que los cristianos experimenten  para que les sean reconocidos sus derechos.

           El hindú trata de no estar sujeto al mundo. Integrarse supondría ligación. Si bien la práctica actual más extendida del budismo se distingue por el principio práctico religioso de indiferencia hacia las cosas materiales, incluyendo al hombre, se vale de ellas en tanto cuanto le son útiles. Prima un utilitarismo que imposibilita profundamente la compenetración real. Una cosa es valorar la cultura y la sociedad por el carácter absoluto que entrañan al estar conformadas por personas individuales, y otra utilizarla como medio para un fin. También son conocidas las secuelas de violencia hacia cristianos, incluso nativos, en ciertas zonas de la India. Para discernir respecto a las otras podemos quedarnos con un principio: mientras tengan al hombre como centro podrán desarrollar una visión más o menos exacta. Podríamos extendernos hacia otras confesiones pero este botón de muestra basta.

           Actualmente son más palpables las causas que motivan los desplazamientos migratorios: pobreza, injusticia, intolerancia religiosa, conflictos armados; la búsqueda de unas mejores condiciones de vida que satisfagan las carencias económicas, la búsqueda de la paz o el lícito propósito de la unidad que supone el reencuentro familiar. En la visión católica, la realidad de las migraciones no puede ni debe ser vista sólo como un problema, sino también y sobre todo como un gran recurso para el camino de la humanidad. Es esta percepción la que ha justificado desde siempre el válido y legítimo principio de libertad de tránsito basado en la concepción de la humanidad como una gran y única familia.

            Los documentos y declaraciones del Papa, el Pontificio Consejo para la pastoral de los emigrantes e itinerantes y varias conferencias episcopales como la estadounidense, mexicana, española o italiana, han buscado explicar las causas profundas de las mareas migratorias, además de establecer una mayor comprensión respecto al sentido del derecho a desplazarse cuando las circunstancias lo ameritan, con la consecuente respuesta y actitud humana tocante a la acogida.

            Con no menor claridad han instado a los países de dónde nacen los constantes y abundantes flujos migratorios a ofrecer a sus habitantes las oportunidades económicas, políticas y sociales que les permitan alcanzar una vida digna y plena mediante el uso de sus dones de manera que eviten la necesidad de salir de la propia tierra en busca de un contexto de vida mejor que el natal no les ofrece. Y es que en el enorme campo de las migraciones internacionales la persona humana tiene que ponerse siempre en el centro. La justa integración de las familias en los sistemas sociales, económicos y políticos de lo países de acogida sólo se alcanza, por un lado, respetando la dignidad de todos los inmigrantes, y, por otro lado, con el reconocimiento por parte de los mismos inmigrantes de los valores de la sociedad que les acoge.

         Por lo anterior, han reconocido la obligación por parte del inmigrante a que cultive una actitud abierta y positiva hacia la sociedad que le acoge, manteniendo una disponibilidad activa a las propuestas de participación para construir juntos  una comunidad integrada  que sea “casa común” de todos”. Actitud que puede entenderse como un deseo de conocer la historia nacional o aprender la lengua, por ejemplo; aceptación y valoración que no deben significar comulgar con falsos valores que más bien son vicios disfrazados de virtudes y que suelen presentarse como progresos de sociedades modernizadas. Tampoco debe entenderse esta inculturación como una renuncia al pasado, a la cultura en la que se nació y desarrolló el migrante; no se debe entender como la pérdida de los verdaderos y universales valores depositados en la cultura patria a favor de una malentendida homogeneización. Valorar lo nuevo no significa renunciar a lo que de bueno hay en lo propio. Dígase lo mismo para los que les reciben: ¡cuánta riqueza produce el abrirse a conocer lo que valioso y bello ofrecen otras culturas! Por eso es necesario llevar a cabo acciones legislativas, jurídicas y sociales para facilitar dicha integración.

            Esta visión cristiano-católica responde con acierto  al problema de la integración pero no se queda en el plano teórico. La Iglesia estimula la ratificación  de los instrumentos legales internacionales destinados a defender los derechos de los emigrantes, refugiados y sus familias, y ofrece, en varias de sus Instituciones y Asociaciones, el amparo que resulta cada vez más necesario; tutela a los emigrantes y a sus familias a través del auxilio de protecciones legislativas, jurídicas y administrativas específicas, así como a través de una red de servicios, centros de escucha y de estructuras de asistencia social y pastoral.  

             Ésta es una respuesta equilibrada que concede a la fe un papel protagónico. Obviamente presupone un credo arraigado y vivido y una disponibilidad a cooperar tanto por parte del migrante como del nativo que le recibe. La disyuntiva parece ahora venir del encuentro entre migrantes de otras religiones con su particular cosmovisión del mundo y la cultura y los ciudadanos con los que convivirán o viceversa.  

           Cada vez es mayor la migración de musulmanes hacia países europeos o hacia Norteamérica en busca de trabajo, democracia o también por la reunificación familiar. Los católicos están llamados a ser solidarios con los inmigrantes musulmanes, conociendo su cultura y religión, y testimoniando los propios valores cristianos desde la perspectiva de la nueva evangelización: deben profundizar su identidad dando testimonio de ella. Esto presupone el respeto mutuo y la solidaridad humana. De la misma manera, los inmigrantes musulmanes deben respetar la identidad cultural y religiosa del país que les acoge; distinguir lo que  dichas sociedades pueden o no pueden tolerar de la cultura islámica y lo que se ha de respetar y compartir.  

            Sea cual sea el caso, el cristianismo no puede entenderse como una fuerza cultural impositiva cerrada a todo lo que no sea ella misma. La historia pone de manifiesto la manera como ella se ha ido enriqueciendo de todas aquellas huellas de verdad existentes en culturas y civilizaciones de distintas latitudes geográficas y estadios temporales tan diversos, reconociendo y abrazando lo que de bueno y verdadero ha visto en ellas. Por su parte, la aportación que ha ofrecido se constata en la impronta dejada en todo el orbe occidental y en no pocos países de otros continentes. Una de sus máximas expresiones cristalizó en el haber fundamentado el valor de la persona humana y la igualdad de derechos del hombre y la mujer que desembocarían en la declaración universal de los derechos humanos.

El cristianismo no ha denostado a aquellas culturas con las que ha entrado en contacto. Ha sabido inculturizarse e inculturizar; ha sabido ser una religión abierta que ha dado forma al concepto de cultura. Esto es algo que deben saber dar y a lo que deben estar dispuestos los que llegan a un nuevo país con la esperanza de mejores oportunidades de vida. A su vez, también es una actitud a valorar por parte de los que acogen independientemente de la religión profesada por una u otra parte.

          La religión juega un papel trascendental en el proceso de integración. Obviamente no es indiferente la mirada que de él hace cada credo; en el cristianismo católico jamás se considerará a ningún ser humano como extranjero y sí como parte de la única y gran familia humana. No deja de ser tarea del inmigrante el tomar conciencia de su dignidad, de sus derechos, deberes y de sus valores; de su compromiso a ponerlos en común con los otros y a esforzarse por aceptar y ser aceptado. Se puede caminar hacia una pronta integración armónica en el intercambio de dones. Es un hecho.