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Convencer es vencer juntos

Convencer es vencer juntos 

 

 

“A mí no me convence nadie. Yo he leído mucho y no dejo mis ideas por nada”.

Cuando queremos enseñar nuestra fe a personas que no creen, a veces nos encontramos con respuestas como las anteriores. Algunos, además, añaden: “No pierdas tu tiempo. Estudié en una escuela católica y fui a catequesis. Ya me sé todo lo que hay que saber sobre la Iglesia, y no me interesa en absoluto”.

En realidad, es fácil constatar cómo no pocos de los que dicen conocer la fe católica tienen ideas bastante vagas de la misma. Recuerdan, sí, algunas fórmulas que aprendieron de memoria, o ideas sueltas del credo, de los mandamientos y del Evangelio. Las recuerdan, sin embargo, como en una nebulosa confusa, mezcladas con otras ideas repetidas una y otra vez por profesores, amigos, libros, películas y prensa que lanzan continuamente ataques contra la Iglesia católica. En otras palabras, rechazan lo que piensan ser la fe católica, cuando en realidad rechazan una mezcla muy extraña de verdades, medias verdades, medias mentiras y mentiras de campeonato mundial.

Por eso, también es fácil escuchar frases como estas: “Todas las religiones son iguales. No importa lo que uno piense, sino lo que uno hace. Más vale un ateo bueno que un creyente terrorista”. Otros afirman con una seguridad que asombra: “Para los cristianos Jesús es Dios, como para los budistas Buda es Dios”. “La Iglesia se equivoca porque excomulga a los divorciados”. “Yo sería católico si los curas no cobrasen por bautizar a los niños”. “No puede ser verdadera la Iglesia que tiene unos tesoros fabulosos entre los muros del Vaticano, que ha asesinado a miles de brujas y que desprecia a las mujeres”.

Lo más dramático del caso es que quienes repiten estas ideas piensan tener razón. Poner en duda sus “certezas” es exponerse a ser rechazado como mentiroso o como ingenuo: “A mí no me convence nadie...”

En el fondo, piensan que abandonar alguna de estar ideas al ser convencidos por otro significaría reconocer que estaban equivocados. Lo cual siempre cuesta y requiere mucha humildad.

Los que creemos en Cristo, en la Iglesia, en el Papa, intentamos, aparentemente en vano, ayudar a estas personas. Digo “aparentemente”, porque hay corazones que sí tienen hambre de la verdad, sed de amor, deseo de felicidad verdadera. Aunque para llegar a esas metas tengan que “convertirse”, tengan que aceptar lo que antes rechazaban.

Estos corazones abiertos al diálogo intuyen que no siempre dejar una idea hecha propia es lo mismo que “perder”. Descubren, a través de nuestro afecto, que no queremos “derrotarles”, sino llegar a una victoria común, a comprender juntos una verdad que no es propiedad privada de un grupo reducido de privilegiados, sino de un Dios que la ofrece a todos.

Si un católico está convencido de que Cristo fundó la Iglesia; de que el Espíritu Santo existe y mueve los corazones del Papa, de los obispos y sacerdotes, de los fieles laicos que viven unidos al Papa; de que en la Eucaristía está presente el Señor... entonces necesita urgentemente presentar estas ideas a los hombres y mujeres de buena voluntad para que también ellos puedan descubrir el tesoro que él ha conocido con la ayuda de Dios.

En otras palabras, “convencer” a otros de la verdad de Cristo es “vencer” juntos. Porque si antes uno de los dos estaba lejos de la verdad, después los dos hemos avanzado hacia la misma, hemos confesado que Jesús, el Hijo del Padre, nos ama y nos perdona.

Cristo fue el primero en pedir que creyésemos en Él, el primero que quiso “convencernos”. Lo recordaba Juan Pablo II el año 2000, al hablar a los jóvenes durante su jubileo. Con su voz cálida y emotiva decía:

“Ciertamente Cristo respeta nuestra libertad, pero en todas las circunstancias gozosas o amargas de la vida, no cesa de pedirnos que creamos en Él, en su Palabra, en la realidad de la Iglesia, en la vida eterna. Así pues, no penséis nunca que sois desconocidos a sus ojos, como simples números de una masa anónima. Cada uno de vosotros es precioso para Cristo, Él os conoce personalmente y os ama tiernamente, incluso cuando uno no se da cuenta de ello”.

Cristo me conoce y me ama. A mí y a tantos que viven a mi lado. Querer convencer a otros de esta verdad, querer llevarles al encuentro con Cristo, debería ser un anhelo profundo del corazón. Para que venzamos juntos, unidos a Él y, en Él, unidos entre nosotros. Para que lleguemos a ser hermanos de una Iglesia que camina, llena de esperanza, fe y amor, hacia la Patria eterna. Allí nos aguarda Dios Padre, que nos amó tanto que envió a su Hijo porque quiere que todos, todos, los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad (cf. 1Tm 2,3-4).