Suenan de nuevo los tambores de guerra. Todos la temen, pero basta con pocos para que el odio enfrente, nuevamente, a miles de hombres de países y lenguas distintas. En el campo de batalla los soldados sentirán miedo. En las ciudades y en los pueblos, los civiles sufrirán nuevamente ante la "inteligencia" de las bombas que caen donde no deben. Muchas esposas y muchos hijos no sabrán si mañana llegará la noticia de la muerte del esposo o del padre que está allá, lejos, luchando una guerra que quizá nunca quiso.
La ciencia, la industria, el derecho, los acuerdos internacionales, no pueden frenar el corazón del hombre que camina hacia el odio, hacia la muerte. Cada uno de nosotros es capaz de construir un mundo de paz o de sembrar rencores, tal vez cerca (en la familia, en el trabajo), tal vez lejos.
Defender la paz sólo es posible desde la justicia y el amor. Por eso hoy nos amenazan nuevas guerras. Quedan por resolver injusticias en tantos lugares del planeta, hay millones de hombres y mujeres que necesitan agua, pan y un hogar digno para ellos y sus hijos. Mientras se mantengan los sistemas que han promovido la injusticia, seguirá encendida la mecha de la rabia y de la desesperación que podrá ocasionar más dolor y más muerte en un mundo ya de por sí lleno de heridas.
Trabajar por la paz es posible desde dentro. Hay que mirar el propio corazón para extirpar las raíces de los odios, para apagar la sed de venganza o la ambición de poder. A la vez, hay que comprometerse plenamente, con energía, en la promoción de un mundo más justo y más solidario, donde no haya explotadores ni explotados. Donde no se persiga a un pueblo por ser de raza o religión distinta de la propia.
No siempre es fácil. Hay culturas que han sembrado, durante siglos, el espíritu de odio y la sed de la conquista. Pero también ha habido y hay miles y millones de hombres y de mujeres que no dejan de pedir, de gritar, de suplicar: ¡paz, paz, todos queremos vivir en paz! Es el grito que encarna un Papa que sufrió de joven una horrible guerra nacida del odio y del racismo: "¡nunca podremos ser felices los unos contra los otros! ¡Nunca el futuro de la humanidad podrá asegurarse a través del terrorismo y de la lógica de la guerra!" (Juan Pablo II, 23 de febrero de 2003).
Hoy podemos cambiar un poco nuestro mundo inquieto. No es fácil, ni las guerras desaparecerán de la noche a la mañana. Pero los conflictos se vencen cuando se dan la mano algunos que antes eran enemigos, cuando los ofendidos perdonan a los ofensores que piden perdón, cuando pensamos más en la justicia y menos en la defensa de los intereses políticos o económicos del propio grupo o nación. La paz es posible si dejamos que Cristo nos gane el corazón y nos haga menos egoístas y un poco más buenos para con todos, también cuando llevan un uniforme distinto, hablan otra lengua o pronuncian oraciones que no conocemos. Dios es Padre de todos, y puede reunirnos, con su Amor, por encima de los odios y rencores del pasado.