Alguna vez le escribí a Ricardo Arjona unas líneas en las que analizaba su canción: “Jesús es verbo, no sustantivo”, y en mi carta hacía referencia a un refrán popular muy conocido en Polonia que dice así: “Una conciencia tranquila se puede deber a una mala memoria”. Pues bien, el tema de la conciencia es de los más actuales que podamos encontrar, y lo seguirá siendo mientras el hombre siga siendo hombre.
Hablar de la conciencia tiene mucho que ver con ese nivel básico de la paz interior, que debemos trabajar constantemente en nosotros mismos, para que se convierta en el entramado donde bordemos la auténtica convivencia familiar, profesional y social.
Sin embargo, no son pocos quienes sostienen que la propia conciencia es infalible, y aun más, que ella es, en definitiva, la autora del marco ético, de tal forma, que nadie tiene derecho a sugerir, y mucho menos a imponer, a otros sus formas de pensamiento y conducta. Si esto fuera correcto, no tendríamos nada que reclamarle al macho mexicano, ni a los dictadores políticos, ni a los narcos, ni a los secuestradores; es decir, a quienes viven con una conciencia equivocada.
Por otra parte conviene advertir que la conciencia errónea es cómoda sólo a primera vista. De hecho, si no se reacciona, el enmudecimiento de la conciencia lleva a la deshumanización. Dicho con otras palabras, la reducción del hombre a su subjetividad no libera en absoluto, sino que esclaviza; nos hace totalmente dependientes de opiniones que, en muchos casos, ni siquiera son las nuestras, sino las dominantes en el ambiente social, político, o comercial, y con ello nos empobrecemos día tras día.
Está claro que la ignorancia en temas de moral puede ser culpable, pues a veces preferimos no enterarnos de la verdad para poder vivir como se nos antoja, olvidando que lo que verdaderamente libera al hombre es la verdad, no el error.
Ciertamente, hay que seguir la propia conciencia, aunque corramos el peligro de que ésta sea errónea. Sin embargo, la renuncia a la verdad, a la que culpablemente le hemos dado cabida en nuestras vidas, tarde o temprano se desquita, y entonces aparece el verdadero sentimiento de culpa. Una culpa que al principio da al hombre una falsa seguridad, para abandonarlo después en un desierto sin caminos.
Podemos fijarnos, por ejemplo, en lo sucedido después de más de setenta años de dominio comunista en la URSS, como han señalado algunas de las personalidades más agudas de estos pueblos, cuando afirman que el oscurecimiento del sentido moral, ocurrido bajo el comunismo, es una pérdida mucho más grave que los daños económicos.
El patriarca de Moscú lo denunciaba al tomar posesión de su cargo: “al vivir en un sistema basado en la mentira, la facultad de valoración de los hombres se ha oscurecido”. La sociedad ha perdido sus sentimientos humanitarios, su amor por la verdad, por el trabajo, por la honradez. Es necesario, pues, desarrollar de nuevo la aptitud para poder escuchar las sugerencias de la conciencia.
Pienso que en la actualidad nosotros navegamos sin percibir este peligro, como si estuviéramos exentos de tal deformación en nuestro juicio moral, sintiéndonos afortunados de vivir bajo un esquema neoliberal, bajo la protección ideológica del gran defensor de la libertad que es la Unión Americana, y gracias a sus sistemas educativos “made en Hollywood”. Sobre todo después de haber conseguido sacudirnos todo tipo de tabúes, gracias a la liberación sexual de los años 60s. (“Let it be”. . . “don’t worry, be happy”).
Es mucho más sano saber que realmente existe una moral inmutable y objetiva, y que cuando el hombre se porta mal, simplemente se porta mal, aunque tenga que pedir perdón, y echar marcha atrás, en vez de pensar -como algunos- que todo lo que hacen está bien, en un afán equivocado de vivir con la conciencia “tranquila”.