Una vez que la Suprema Corte de Justicia ha declarado que no es inconstitucional el matrimonio entre homosexuales, ignorando o menospreciando el espíritu del constituyente que reformó el Artículo 4º. de la Constitución y que declaró que la entidad familiar se compone por el padre, la madre y los hijos, adaptándose a la moda de algunos países o estados dentro de ellos y acogidos a una supuesta realidad sociológica, el Cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo primado de México, ha rechazado tajantemente, por inmorales, dichas uniones. Con su pronunciamiento, reitera cabalmente la doctrina constante de la Iglesia Católica sobre la materia.
Es clara la firmeza del pronunciamiento el domingo pasado, ante el “aberrante juicio de constitucionalidad que avala la informal reforma de ley que permite las uniones entre personas del mismo sexo –abusivamente llamado matrimonio- por parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la Iglesia no puede dejar de llamar mal al mal.”
De inmediato surgen las voces objetando que se trate de un “juicio moral”. Habrá que distinguir. Un juicio moral no necesariamente se limita a lo religioso, sino también a lo ético. De ahí que su pronunciamiento no sea válido, únicamente, para los católicos, sino también para todos los hombres de buena voluntad que quieren y buscan el bien, la virtud.
Es ya conocido, pero conviene repetirlo, que la bondad o maldad de muchos actos no derivan de lo que diga o deje de decir la ley. Resulta imposible e indebido, que la ley regule todos los actos morales, pues con ello se pretendería invadir el ámbito de las conciencias. Pero lo que sí es necesario y justo, es que la ley sea congruente con la moral en sus definiciones y regulaciones. Estas incongruencias que no son otra cosa que la institucionalización social de lo malo, derivan en desórdenes, en tensiones sociales, corrupción y autoritarismo. La historia está llena de ejemplos de esta verdad.
La clara y valiente declaración del Cardenal Rivera es un rechazo claro a las uniones de homosexuales institucionalizadas socialmente, pero no a los homosexuales como personas, para quienes expresa respeto y para quienes pide que los cristianos demos muestras de bondad y misericordia. Así lo ha pedido reiteradamente el magisterio eclesial durante los últimos años en el Catecismo de la Iglesia, en la Declaración Persona Humana de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1975 y en el Documento Sexualidad Humana del Consejo Pontificio para la Familia de 1995. Se trata, como pide la Iglesia, de condenar el error y no al errado.
La divergencia fundamental entre quienes validan el “matrimonio” sexual y quienes lo rechazamos, radica en el fin procreativo de la unión conyugal, que ha sido rechazado por los magistrados, alegando únicamente los aspectos afectivos y la supuesta homologación existente entre la unión de personas de distinto sexo y de las del mismo, menospreciando con ello las particularidades anatómicas y psicológicas que hacen de la diferencia sexual una complementariedad en su unión, no sólo procreativa, sino afectiva para el pleno desarrollo de las mutuas personalidades.
Institucionalizar y equiparar la institución social del matrimonio y su consecuencia, la famita, en los casos heterosexuales y homosexuales, resulta un absurdo no sólo desde la perspectiva moral, sino incluso desde la experiencia fisiológica y psicológica ampliamente estudiada a través del tiempo y que no puede ser ni suplida ni superada por un voluntarismo de opción de “orientación sexual”, como si con un acto de la voluntad se pudieran transformar automáticamente las funciones biológicas del sexo.
En la definición de constitucionalidad se acepta una supuesta libre orientación sexual, cuando por otro lado, conscientes de esta imposibilidad física, hay toda una teoría de “género”, que pretende superar el hecho biológico, natural e irreversible, para intentar superarlo con una supuesta “construcción cultural” que modificaría conductas e instituciones con la idea de que son circunstanciales en el tiempo y el espacio, producto de mentalidades que hacen a un lado el hecho biológico. Ni siquiera en eso nuestros Ministros de la Corte pudieron ser consecuentes.
Pero ni los legisladores que han modificado la definición de matrimonio en el Código Civil, ni los jueces que los avalan, son los primeros en equivocarse en la historia. Pero, de no tener una sociedad fuerte que resista esta moda, tampoco seríamos el primer estado en pagar las consecuencias de institucionalizar una conducta errada, equiparándola a la célula básica de la sociedad, sobre cuya salud y fuerza se edifica todo el edificio social y, por ende, el bien común de la Patria.