Hace pocas semanas, el Papa Benedicto XVI hizo una declaración que me resultó bastante reveladora: “Los cristianos son actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de persecuciones a causa de su fe. (…) En otras regiones se dan formas más silenciosas y sofisticadas de prejuicio y de posición hacia los creyentes y los símbolos religiosos. Todo esto no se puede aceptar, porque constituye una ofensa a Dios y a la dignidad humana; además es una amenaza a la seguridad y a la paz, e impide la realización de un auténtico desarrollo humano integral” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 8-XII-2010).
También, alrededor de la Navidad y en los últimos días, el Romano Pontífice ha ido señalando a naciones concretas donde los cristianos son perseguidos, amenazados o asesinados, como por ejemplo, en algunos países islámicos.
Incluso, en ciertas regiones del mundo, da la impresión que las autoridades civiles pretenden aplastar o arrasar con las convicciones religiosas de los creyentes. En otras, generar la división interna, como sucede con el caso de China, en donde el gobierno comunista ha creado una especie de Iglesia católica “paralela” y en la que se pretenden adjudicar el derecho a nombrar a obispos y párrocos para manipularla, haciendo caso omiso de los nombramientos en la jerarquía eclesiástica que realiza el Vaticano, de forma auténtica y en fidelidad a la sucesión ininterrumpida que proviene desde los doce Apóstoles.
Esto me recuerda los tiempos de la Guerra Cristera en nuestro país, cuando el Presidente Plutarco Elías Calles, en su afán por acabar con el catolicismo, nombró al Patriarca Pérez, para que presidiera la llamada “Iglesia Mexicana Católica”, que no fue sino una emulación de lo que hizo Adolfo Hitler -dirigente por el que Calles sentía particular admiración- al erigir la “Iglesia Católica Alemana” para imponer sus personales puntos de vista y retando abiertamente a las directrices de los obispos alemanes y de la Santa Sede.
Pero existen otras formas más sutiles de ataques a las religiones -a las que se refiere el Papa- como, por ejemplo en Francia, donde se busca prohibir que las mujeres mahometanas usen el velo islámico para concluir que hay que hacerlo extensivo también a los miembros del pueblo hebreo con el objeto de que no porten visiblemente la Estrella de David y, en última instancia, aprovechar esa medida para prohibir también que se coloquen Crucifijos en las aulas de colegios católicos o en lugares públicos, siendo que el pueblo francés tiene una raigambre cristiana profunda y multisecular.
Sabemos que el derecho a profesar una religión, cualquiera que sea, es fundamental para el ejercicio pleno de la libertad de toda mujer y de todo hombre. A lo largo de la historia de la humanidad, cuando se ha pretendido pisotear este derecho prioritario, se han cometido abusos graves en contra de la dignidad humana.
Karol Woytila, futuro Papa Juan Pablo II, en sus memorias y recuerdos como sacerdote, relata con detalle cómo durante la Segunda Guerra Mundial y, posteriormente en la Postguerra, tanto él como los demás seminaristas polacos que querían realizar estudios de Filosofía y Teología para recibir la Ordenación Sacerdotal, se veían forzados a recibir dichas clases en domicilios particulares. Y además tenían que estar cambiando continuamente de casas por la feroz persecución tanto de los regímenes nazis como luego con los comunistas.
“La libertad religiosa no es patrimonio exclusivo de los creyentes –continúa exponiendo Benedicto XVI-, sino de toda la familia de los pueblos de la tierra. Es un elemento imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre”.
Es evidente que si se niega la libertad religiosa, resulta fácil caer en la tentación totalitaria de que se nieguen los demás derechos ciudadanos. Por ello, no han nada más civilizado en un país que saber convivir con respeto y sano pluralismo con los creyentes de las diversas religiones. Cuando se respira ese aire de libertad, se fortalece el Estado de derecho.
Por otra parte, los “odiadores de Dios” -en la casi totalidad de los casos- ignoran que el verdadero “templo” se lleva dentro de los corazones de los creyentes y no se encuentra meramente en las edificaciones de las construcciones eclesiales.
Pongo un ejemplo. Cuando el dictador soviético, José Stalin, llegó al poder, tomó la injusta decisión de destruir prácticamente todas las iglesias con máquinas demoledoras en la zona de Ucrania, donde vivían muchos católicos. Y, no contento con ello, a centenares de ellos (de Alemania del Este, polacos, ucranianos…) los deportó a Kazajtán (país ubicado casi en la frontera con China) con la finalidad de erradicar totalmente la fe cristiana.
En 1989, con la caída del sistema marxista-leninista, algunos llegaron a pensar que en estas regiones ya no había católicos. A la antigua Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, pronto comenzaron a llegar sacerdotes para reiniciar la labor de evangelización. Las personas mayores se acercaban a los presbíteros, con cierta desconfianza y recelo, y les preguntaban si venían de Roma, si obedecían al Papa, si vivían el celibato apostólico, la pobreza, etc.
Al constatar que las respuestas eran afirmativas, narraron a los clérigos que su fe se mantenía viva: habían conservado en las casas algunos ladrillos de aquellas iglesias destruidas. Los domingos, se reunían en el domicilio de algún fiel, colocaban los ladrillos sobre una mesa y alrededor de ella –con sus viejos misales- seguían con devoción las oraciones de la Santa Misa y, al final, a falta de Eucaristía, hacían una Comunión Espiritual. Y esa costumbre se fue pasando de generación en generación. De manera que la llama de la fe continuaba ardiendo, tal vez con más intensidad, precisamente por ese ambiente tan adverso y hostil.
Otro obispo que llegó a Rusia, les preguntó a los fieles qué era lo que más deseaban. Cuenta que de primera impresión, pensó que le pedirían alimentos, medicinas, ropa…Sin embargo, la respuesta unánime fue que anhelaban tener Biblias para leer y meditar la Palabra de Dios, así como otros libros de espiritualidad.
Un sacerdote, amigo mío, que actualmente ejerce su labor pastoral en Moscú, me comenta que le sorprende y alegra mucho que se observan a las iglesias llenas, particularmente de gente joven.
¿Pero cómo reaccionar ante las persecuciones? En primer lugar, haciendo oración y, siguiendo el ejemplo de Jesucristo: perdonando y pidiendo por la conversión de esos perseguidores. Después, tener una participación activa en la vida ciudadana para –a través de las vías pacíficas, de diálogo conciliador y apertura democrática- se busque el defender y promover leyes que respeten la libertad religiosa. En este tema no cabe la pasividad ni la dejación de derechos.
Finalmente, hacer apostolado o acercar almas a Dios. Hay quienes piensan equivocadamente que ésta es tarea exclusiva de sacerdotes, religiosos, monjas o misioneros. No deja de ser una postura cómoda, también. La realidad es que todos los laicos, por el sólo hecho de estar bautizados –así lo ha proclamado solemnemente el Concilio Vaticano II- y en medio de nuestro trabajo cotidiano, de las relaciones familiares y sociales, tenemos el derecho y el gustoso deber de influir positivamente en los demás, de abrirles horizontes espirituales, de compartirles el gozo de haber descubierto la maravilla de ser amigos de Dios.
Porque si cada cristiana o cristiano procura influir en su pequeño círculo de compañeros en la labor diaria, con sus seres queridos o con sus amistades, esa conducta tiene un efecto multiplicador –como la piedra caída en el lago-, de ondas que se forman y se van extendiendo, y se acaba por recristianizar todo ese ambiente o esa sociedad. Ése fue precisamente el ejemplo que recibimos de los Primeros Cristianos: para el siglo II ya estaban extendidos por toda la cuenca del Mar Mediterráneo porque tuvieron una gran fe, un espíritu emprendedor y una enorme valentía y audacia, virtudes que –sin duda- hemos de imitar en esta encrucijada decisiva de nuestro tiempo.