¡Cómo que “mi dinero"?
Nota introductoria: Si usted no está dispuesto a soportar mi mal humor de hoy, no lea este artículo. Ahora bien -escasos lectores - permítanme aclarar, que de vez en cuando, en la actividad pastoral, los sacerdotes nos topamos con historias matrimoniales producto de una muy curiosa forma de pensar, y que son el motivo de mi disgusto en esta ocasión. Pero antes de tratar el tema permítanme poner un ejemplo para ilustrarlo.
Es evidente que las guerras no pueden ganarlas los soldados en el frente de batalla si no cuentan con el respaldo de todo un sistema de intendencia para proveerlos de armas, parque, comida, servicios médicos, transporte, correos, logística, información, etc.
Lo anterior es una analogía del esfuerzo que desarrollan innumerables amas de casa, apoyando a sus maridos para que ellos puedan salir a la calle a ganar el sustento familiar. Es decir, hace falta ser demasiado torpe para pensar que el dinero “lo gana el esposo”, y por lo tanto, “es suyo”. Esto supone no entender que el susodicho sueldo lo gana el esposo “con” la ayuda de la esposa, o sea que el dinero lo ganan los dos, y por lo mismo, es de los dos, o mejor dicho, es de la familia, pues los bienes de los padres también son de los hijos.
Solamente con una mentalidad propia de los países mahometanos, donde la mujer no es reconocida como igual al marido, se puede pensar que las esposas dedicadas a tiempo completo en los quehaceres del hogar son unas mantenidas. ¡Hágame usted el favor! Me gustaría saber en qué embrollos puede basarse una actitud de tal calibre, o qué tipo de personas educaron a esos señores, quienes por otra parte, no rara vez suelen exigir sus derechos con un lenguaje vulgar y soez, aprovechando su fuerza física -y bruta- para intimidar a la esposa e hijos.
Me basta con imaginar el esfuerzo que supone encargarse de un recién nacido, de esos que, además de los cuidados que exigen durante el día, acostumbran despertarse tres veces cada noche, para pedir la carta y ordenar, desde la cuna, como si estuviera en restaurante, y todo ello después de los nueve largos y nauseabundos meses de embarazo, para entender que las madres tengan estatuas y monumentos en todos los pueblos del mundo. Sobre todo, cuando eso es solamente el principio. Mi madre suele afirmar que la maternidad es una enfermedad de nueve meses, y una convalecencia de toda la vida.
Me llama poderosamente la atención la capacidad de amar que tienen muchas mujeres cuando a pesar de los malos tratos que reciben, continúan amando a sus esposos.
Tratar de hacer una enumeración de los trabajos domésticos, con o sin la ayuda de otras personas; cuando los esposos exigen -y ellas quieren- que la casa esté bonita, supondría el cuento de nunca acabar. Pues todos los días hay que hacer de comer, limpiar, trapear, sacudir, lavar, planchar, bañar, llevar y traer niños, revisar que hagan la tarea, salir de compras, y ocho mil cosas más, y para esto se requiere de mucha habilidad, mucho trabajo y, -que queden bien claro- mucho cariño en jornadas que no tienen límite de tiempo.
“Mi dinero, mi dinero. . .” Quienes piensan así evidencian sus complejos. Pues está claro que, la psicosis de inferioridad suele manifestarse a través del complejo de superioridad con actitudes agresivas y despóticas.
Sólo me queda pedirle al buen Dios, que algunos de esos hombres tengan la valentía de aceptar sus errores, y luchen contra esas actitudes, antes de matar el amor que motivó a sus esposas, en el día de la boda, a prometerles amor eterno. Créanme... vale la pena.