Casi todas las realidades, en las manos del hombre, se pueden convertir en fuente de alegría o en fuente de tristeza. El hierro puede servir para forjar arados o espadas. Una piedra puede edificar una casa o destruir el cráneo de un enemigo. Una medicina puede curar o puede ser suministrada como veneno.
Algo parecido ocurre con el vino, la cerveza, el tequila y una larga lista de bebidas alcohólicas que encontramos en el mercado, en los bares y restaurantes de muchos rincones del planeta. Un vaso de cerveza puede ser símbolo de un gesto de amistad, de paz, de armonía, o puede ser el inicio de una borrachera que llena, quizá por unas horas, de un extraño y egoísta placer al amigo del alcohol, y de muchas lágrimas y penas a sus familiares: la esposa o el esposo (también hay mujeres que se emborrachan), los hijos o los padres...
En el campo de la bebida, como en tantos otros campos, cada uno puede ser señor o esclavo de sus gustos y pasiones. Delante de una botella de cerveza muchos son capaces de medir la dosis, de calcular las copas, de tomar sólo lo que necesitan y pueden aguantar. Otros, en cambio, dicen que querrían no tomar demasiado, que no querrían "pasarse en las copas". Y, misteriosamente, tristemente, parece que la cerveza se hace dueña y señora de la situación, y la mano llena dos, tres, cuatro vasos, mientras la mente se libera y poco a poco las palabras salen más confusas y los gestos son más torpes, si es que no se llega a la violencia triste que experimentan no pocos esclavos de don Vino...
Desde luego, hay casos de alcoholismo que requieren un profundo y serio tratamiento médico. Sólo con la ayuda del "técnico" se puede iniciar un camino que pueda librar de la esclavitud del vino e introducir al enfermo en la vida de los normales. En estas situaciones, sin embargo, menos en los casos de una grave enfermedad mental, se requiere algo de la voluntad del interesado. El médico puede dar pastillas, puede recomendar estrategias, pueden mandar abstinencias. Pero luego queda una parte, mayor o menor, en manos de quien quiere superar la penosa situación en la que vive quien no es capaz de detener la mano cuando ha bañado los labios con las primeras gotas de alcohol. Sin esa ayuda, el tratamiento será largo, costoso y con pocos resultados, y las recaídas muchas veces llevarán a una situación casi igual o peor que la de antes del tratamiento.
Pero hay otros casos que sí se pueden superar con eso que llamamos fuerza de voluntad. La persona ve, conoce, sabe, experimenta y llora lo que implica una borrachera. Quiere salir de ahí. O, quizá, sólo "querría". ¿Cómo dar el paso a una decisión más enérgica, eficaz, duradera? Se necesita la ayuda de algo que importe más que el placer falso y engañoso de un poco de cerveza o tequila. Cuando los ojos de la esposa o del esposo, cansados ya de llorar, se claven en nuestro corazón y nos digan que las cosas no pueden seguir así. Cuando los hijos (pequeños o más avanzados en la vida) nos sostengan en esos momentos en que no somos capaces de poner un pie delante de otro y nos susurren, con una especial ternura: "papá, ya estás, ya pronto te pondrás bien; descansa un poco, que mañana hay que trabajar".
Sí: sólo el amor puede cambiar una situación tan triste y dramática. Sólo el sentirse amados, el sentirse apoyados, el saber que la bajeza y la humillación que implica el quedarse completamente borracho no han sido capaces de romper el cariño de quienes viven a nuestro lado, y que sufren infinitamente por nuestra debilidad, por nuestra cobardía, por la falta de coherencia y el abajamiento que trae consigo toda borrachera. Su dolor y su amor pueden desatar esos resortes del corazón que llevan a decisiones profundas. Desde ellas el alcohol puede dejar de ser un tirano salvaje y despiadado, y ocupar el lugar que le corresponde en la vida de una persona honesta.
Es obligado hacer una última reflexión. El alcohol destruye a quien se une con él desordenadamente. Pero destruye también, como una gota de erosión despiadada y cruel, a los familiares. Quienes viven en esta situación lo saben bien. Por eso también ellos tienen que encender una llama de esperanza para que la ruina del alcoholismo no les arrastre como víctimas inocentes. También ellos tienen que recurrir al amor para que el alcohol no desfigure y anule totalmente a quien vive bajo sus cadenas. Detrás del borracho hay siempre un hombre o una mujer, un padre o una madre, un hijo o una hija. Quizá incluso, precisamente por caer en esa enorme miseria moral, ese hombre vive mucho más necesitado de cariño y de comprensión. Dárselos no es un deber frío ni una obligación. Nadie está obligado a amar. Precisamente por eso el amor siempre será bello, porque no se merece. Y el borracho, que puede sentir la bajeza de su estado, lo sabe mejor que nadie. Por eso amarle es el gesto más grande que podemos tener para con él. Y es la mejor señal de que también nosotros, como los primeros cristianos, "hemos creído en el amor".