En una vieja y divertida película protagonizada por Fernandel y Totó y que lleva por título “La ley es la ley”, en un día de fiesta patria, el presidente municipal francés toma la palabra para decir: “Queridos miembros del gabinete: Brindemos por la prosperidad de nuestra comunidad, que hoy, como ayer y en toda circunstancia, se siente digna de su glorioso pasado. Salud”. No sé por qué pero, palabras más palabras menos, descubrimos esa capacidad de festejar o dolernos por realidades que bien a bien no le quedan claras a nadie.
Buena parte de la culpa de nuestros errores, y de muchas decisiones sin sentido, tienen origen en su punto de partida, pues frecuentemente se ubican en el nivel puramente sentimental. El sentimentalismo podemos definirlo como el proceso por el que las decisiones son tomadas a nivel de los afectos y, por lo tanto, no a nivel racional. En este estado no hacemos uso de la experiencia, ni de la ciencia adecuada regida por la prudencia para cada caso concreto, sino del clima ambiental; de la temperatura pasional; cuando no de una auténtica feria hormonal.
¿Cuántas señoras no se plantean si habrán tomado la decisión correcta habiéndose casado con ese viejo corajudo medio carambas que tiene ahora por maridito? Y ¿cuántos señores no se cuestionarán si la hermosa Blanca Nieves no hubiera sido mejor esposa que la Bella Durmiente injertada con la madrastra de la Cenicienta a quien encuentran a diario cuando regresan a casita? Y, eso sí, no tenemos reparo en definirnos como “seres racionales” cada vez que nos preguntan qué somos.
Otro ejemplo claro de nuestro tema lo encontramos en la costumbre de llamar “necesario” a lo que en realidad es un simple antojo, y de ahí damos un salto en automático para caer en el desembolso. En definitiva: Capricho mata conveniencia. Pero el asunto viene de lejos, pues tal parece que la principal obligación de los papás es la de comprarle a sus hijos todo lo que ellos les exigen. Síganle, ándenle, ¿a ver hasta dónde llegan?
Hay individuos -hombres y mujeres de todas las edades- que parecen colas mutiladas de lagartijas; no dejan de moverse alocadamente todo el santo día ¿y todo para qué? Y con frecuencia nos suele dominar el ineludible sentido de la responsabilidad en el cumplimiento de compromisos tan serios como confirmar si los vecinos han tendido su ropa o han estacionado bien su automóvil. La verdad es que no entiendo a quienes defienden que hay vida inteligente en otros planetas y que, de vez en cuando, usan sus vacaciones para darse unas vueltas por el nuestro. Si realmente esos extraterrestres fueran inteligentes estoy seguro que no gastarían su tiempo para venir a establecer relaciones culturales con nosotros.
Para empezar, una persona realmente inteligente y madura es aquella que sabe dar a cada cosa y circunstancia de su vida su verdadero valor, sin aumentarlo ni minimizarlo. Y ello requiere, una vez más, la virtud de la prudencia. Hemos de aprender a valorar realidades como la vida, la salud, el tiempo, el trabajo, el dinero, la amistad, la lealtad y tantas más para superar esos “slogans” que a veces rigen nuestras vidas, como aquel piloto de avión, quien al cruzarse por un pasillo del aeropuerto con los miembros de la tripulación que lo iban a sustituir en los siguientes vuelos, les deseó: “que sea breve la jornada”. Este anhelo implica necesariamente una visión negativa del trabajo. Me pregunto ¿por qué no les dijo, por ejemplo: que disfruten su labor, sabiendo que están sirviendo a mucha gente, aprovechando el tiempo para hacerles sus viajes lo más agradable posible y conseguir que todos lleguen a sus destinos tranquilos y contentos de haberse topado con ustedes? Queda claro que a veces no nos damos cuenta de lo que decimos. ¿Habrá, entonces, alguna diferencia sustancial entre nosotros y los loros parlanchines?
¡Cuánta importancia tiene este tema en esa labor educativa que tienen los padres de familia! Vale la pena pensarlo, pues de ello dependerá, en buena parte, la calidad de personas que formemos.