¿Y si un sacerdote se pone a hablar de política partidista? Quizás nos convenga recordar que, por querer divino, en la tierra existen dos órdenes: Uno tendiente al bien común que incluye las necesidades materiales y sociales sin perder de vista el espíritu del hombre, y otro, al bien sobrenatural, con autoridades y medios independientes, aunque, en algunos temas sean interdependientes. Además la realidad política ofrece muchas opciones válidas y positivas en las que cada ciudadano puede manifestar su propio juicio y decisión tanto a través del voto, como su participación activa en esos terrenos.
El Magisterio de la Iglesia tiene derecho a intervenir en materia social, no sólo cuando existan leyes gravemente injustas, (así como corrupción y abusos de autoridad) para poder iluminar con la luz de la fe todas las realidades temporales. Sin embargo, dicha labor la realizan el Papa y los obispos. No dependerá, pues, de la opinión personal de algún sacerdote, pues cada uno tiene la suya personal y los clérigos no tenemos derecho a considerar que nuestra particular forma de ver las cosas es la correcta.
Dado que el número de sacerdotes es proporcionalmente muy pequeño para poder atender a los millones de creyentes, debemos ocupar nuestro tiempo en las labores pastorales que nos son propias, y en las que nadie puede sustituirlos, es decir, las tareas de carácter puramente espiritual que pueden ocuparnos miles de horas.
Los fieles mantienen los seminarios con sus limosnas para que en ellos se formen ministros de Dios, predicadores de su palabra; y no para formar iluminadores políticos, por ello me permito opinar que en los programas de estudios eclesiásticos no son necesarias materias como Teoría y Práctica Política.
Si se diera el caso de algún sacerdote que ocupara su predicación para desarrollar temas de política partidista, estaría defraudando a los asistentes a Misa, dado que ellos esperan que se les hable de Dios, pues, si quisieran oír hablar de política, bastaría con quedarse en sus casas viendo la televisión escuchando la opinión de personas mucho más preparadas en estos temas.
Hasta hace no muchos años, el señor cura del pueblo determinaba asuntos como si Fulanita debe, o no, casarse con Perengano; si las calles que deben pavimentarse primero han de ser las que rodean a la iglesia parroquial, y tantas cosas más que lógicamente no correspondían a la famosa “salus animarum”, es decir, a la salvación de las almas, y sin embargo su autoridad no era discutida más que por los descreídos del pueblo, a los cuáles nadie les hacía caso, pues oponerse al señor cura era “declararle la guerra a Dios y avanzar, por lo mismo, en el camino de la perdición”. Pero gracias a Dios esas épocas ya pasaron.
Hemos de evitar ese viejo vicio del clericalismo como un claro abuso de la autoridad moral de los eclesiásticos. Si algún sacerdote manifestara públicamente sus preferencias políticas, correría el riesgo de alejar de sí mismo, e incluso de la misma práctica religiosa, a quienes en el sano ejercicio de sus derechos no estuvieran de acuerdo con esa posición, lo cual representaría un grave daño para las almas.
Aunque existe una Doctrina Social de la Iglesia, está claro que no hay una postura católica oficial en lo que se refiere a la política de partido. La doctrina que hemos de enseñar los clérigos supera por su fin -la salvación de las almas- y, por sus medios -la gracia de Dios- a cualquier partidismo coyuntural de cualquier época y país.
Es cierto que parte de los logros alcanzados, en todo el mundo, en cuestiones políticas se han logrado gracias a la voz de la Iglesia, (Juan Pablo II ha sido un factor de primer orden en estos temas) sin embargo, la intervención de los sacerdotes ha de ser exageradamente prudente evitando caer tanto en el clericalismo, como en el protagonismo, y recordando aquel sabio refrán popular: “zapatero a tus zapatos”.