[img_assist|nid=5158|title=Padre Álvaro Corcuera LC|desc=|link=popup|align=right|width=0|height=]
Carta del P. Álvaro Corcuera, L.C. sobre el Año Paulino
¡Venga tu Reino!
A los miembros y amigos del Movimiento Regnum Christi
Muy estimados en Jesucristo:
A unos días de que nuestro querido Santo Padre Benedicto XVI ha concluido su encuentro con jóvenes de todo el mundo con ocasión de la XXIII Jornada Mundial de la Juventud en Sídney, aprovecho para enviarles unas líneas de saludo y manifestarles mi cercanía espiritual a cada uno de ustedes. Así mismo, nos unimos en oración de agradecimiento a Dios nuestro Señor por este fructífero empeño del Papa por llevar el mensaje y el amor de Cristo resucitado a cada rincón de la tierra.
«Toda su fuerza estuvo basada en la experiencia
personal de Cristo» (Foto: 10ideas.com) .
Como ustedes saben, el hilo conductor de la preparación y celebración de esta jornada en Sídney fue el Espíritu Santo y la misión. No cabe duda de que es el Espíritu Santo quien nos da el valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo. Y es este mismo Espíritu quien ha impulsado a los miles de jóvenes reunidos en torno al Papa a dar un valiente testimonio de su fe al encontrarse cara a cara con Cristo, tal como lo hicieron los primeros cristianos. Esto fue lo que también experimentó san Pablo, el apóstol de las gentes, cuando en el camino hacia Damasco fue «alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3, 12).
Fue precisamente este encuentro con Cristo el que desencadenó la acción del Espíritu de Jesús en su alma llevándolo al desierto y preparándolo para la misión que Dios le tenía reservada. Fueron momentos de oración intensa y de contacto profundo con Dios, como también ocurre en nuestra vida. Es Dios quien nos prepara por medio de su presencia para ser portadores del mensaje evangelizador: predicar el amor de Dios que hemos recibido.
Hace unas semanas el Papa Benedicto XVI inauguraba en la Basílica de san Pablo Extramuros de Roma el año paulino. Es un año que hay que aprovechar para conocer más a fondo a san Pablo como imitador de Cristo y darlo a conocer, para que su pensamiento –desarrollo y explicación de la doctrina del Maestro– penetre más a fondo en los corazones de los cristianos. Es importante reflexionar sobre tantas lecciones que el apóstol de las gentes nos ha dejado con sus palabras y sus gestos, con la fuerza y el vigor de un auténtico propagador de la fe cristiana. Toda su fuerza estuvo basada en la experiencia personal de Cristo. Esta experiencia es el mejor regalo que podemos recibir, y que cada mañana hemos de agradecer con todo nuestro corazón, pidiéndole la gracia de nunca acostumbrarnos a tanta bondad.
Ciertamente, nos ayuda mucho tener presente el episodio de su conversión. Cuando Saulo, camino de Damasco, cayó en tierra y quedó ciego, Dios llamó a Ananías con unas palabras que me gusta recordar a menudo: «Búscalo porque este es un instrumento que yo he reservado para hacer conocer mi nombre a los judíos y al mundo» (Hch 9, 15). Es como si Cristo diera a san Pablo unas credenciales, un pasaporte; es el resumen de la identidad del apóstol –un instrumento propagador del amor de Cristo– y el compendio de la misión que el Señor le otorgó en Damasco: llevar a todos los rincones del mundo el mensaje de su amor.
El encuentro de Pablo con Cristo en el camino de Damasco revolucionó literalmente su vida. A partir de entonces, Cristo se convirtió en su razón de ser y en el motivo de todo su trabajo apostólico. Pablo mismo afirma que para él, la vida era Cristo. ¡Cuánto nos ayuda ver cómo Jesucristo puede influir en la vida de una persona para transformarla en el amor! Y, por tanto, también en nuestra propia vida. Nadie permanece igual después de haber experimentado a Cristo. Dios, que es amor, nos creó para amar, nos acompaña amándonos y nos lleva a la plenitud del amor en nuestro camino hacia el cielo.
Todo lo demás pasa, como dice el salmo: «El hombre es semejante a un soplo, sus días, como sombra que pasa» (Sal 144, 4). San Pablo descubrió en el amor de Cristo el sentido de su vida y, a medida que lo predicó, se llenó más de su amor, descubriendo progresivamente las riquezas de este regalo. También otro salmo nos recuerda esta verdad: «Bendice a Yahveh, alma mía, no olvides sus muchos beneficios. Él, que todas tus culpas perdona, que cura todas tus dolencias, rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura» (Sal 103, 2-4).
De entre todas las lecciones que podemos aprender de este modelo de apóstol enamorado de Cristo, incansable difusor del Evangelio, la más importante es la centralidad de Jesucristo en la propia vida, aunque eso comporte llevar incomprensiones, persecuciones, naufragios, cárcel… (cf. 2 Co 11, 23-28). Por eso, san Pablo, protector y patrono del Movimiento, se atrevió a pedir a la comunidad de Corinto, sin vanidad ninguna: «sed mis imitadores, como lo soy de Cristo» (1 Co 11, 1). No en vano, él decía que nos debíamos de presentar a los demás no con una carta escrita en papel, sino que nuestra vida, llena de Cristo, es nuestra tarjeta de presentación:
«Sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Co 3, 3). Dios, que es amor, se reveló en Jesucristo. Cristo es la imagen viva de Dios. Y nosotros, por vocación, hemos de ser imágenes de Cristo, imágenes del amor de Dios. ¡Qué vocación tan hermosa hemos recibido y con qué humildad debemos agradecer a Dios todos los días! Sinceramente, nada mejor nos pudo pasar, que haber sido llamados para amar y para dar amor.
1. Imitar a san Pablo en la fe
El Nuevo Testamento recoge el testimonio de muchos de los primeros discípulos de Cristo que entregaron su vida por el Señor, por su evangelio y por la Iglesia. Después de Jesús, el personaje del que tenemos más información es, precisamente, san Pablo. Por un lado, los Hechos de los apóstoles nos aportan abundantes detalles sobre el cambio radical de su vida. Por otro, él en sus cartas nos transmite algo más profundo y esencial: su experiencia de Cristo, que no fue sólo una visión sino una iluminación interior que le hizo sintetizar su vida en estas palabras: «La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó así mismo por mí» (Ga 2, 20).
¡Qué profundo y renovador tuvo que ser este encuentro con Cristo! San Pablo, al igual que nosotros, no conoció personalmente al Maestro de Nazaret durante su vida terrena. Esto significa que, a diferencia del resto de los apóstoles, no pudo seguir físicamente a Cristo, no escuchó de sus labios sus enseñanzas, no le vio con sus ojos o le palpó con sus manos, no convivió con Él como era propio de los discípulos que acompañaban a un maestro. San Pablo tuvo que hacer uso de su fe. Por ello, san Pablo se presenta como imitador de Cristo.
Es por eso que al acercarnos a las cartas paulinas, descubrimos que no pretende recoger una serie de hechos, de palabras o gestos de Cristo, sino más bien un mensaje bien definido. Su doctrina, la maduración de su fe en el Señor que le salió al encuentro camino de Damasco, se centra en el anuncio de la muerte y resurrección salvífica de Cristo (cf. 1 Co 1, 30; 2, 2). El apóstol de las gentes concibe la vida cristiana como una progresiva configuración con Cristo que murió en la cruz, que ha resucitado y ha sido glorificado: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 18).
Este texto nos habla de la transformación del creyente por medio de la fe, a través de la contemplación y de la imitación de Cristo. Pero no de una fe estática e inerte como si fuese una simple creencia, sino de una fe operante que compromete toda su persona y todo su ser tras experimentar a la persona viva y vivificante de Jesucristo, el Mesías, el Hijo de Dios. Así pues, la orientación de la vida que san Pablo nos propone, también a los cristianos de hoy, es la de revestirnos de Cristo y entregarnos a Él, para poder participar en la vida de Cristo hasta sumergirnos en Él y compartir la vida eterna.
La fe, como vemos también en la Santísima Virgen, es dejarse totalmente en las manos de Dios. No seguimos a una idea, sino a una persona; seguimos a Cristo que nos amó hasta entregarse por nosotros. Cuando leemos las narraciones de personas que se han visto liberadas después de años de un secuestro o del cautiverio, testimonios que nos conmueven y llenan de gratitud, valoramos aún más el hecho de que nosotros hayamos sido rescatados para siempre; éramos esclavos y ahora somos libres. «¿Cómo pagaré al Señor, todo el bien que me ha hecho?» (Sal 116, 12).
Creo sinceramente que cuando meditamos en los dones recibidos –y en lo que realmente Nuestro Padre, como fundador, y los cofundadores (como los PP. Carlos Mora, José María Escribano, Javier Tena, Rafael Arumí, la Srta. Maricarmen Perochena, que han fallecido recientemente, así como tantos otros), realmente querían dejarnos–, aflora esa gran verdad de nuestra espiritualidad: es necesario que vivamos sólo para Cristo, bien afianzados en la fe como virtud teologal, que nos veamos todos como instrumentos y que caminemos hacia el cielo, que es lo importante de nuestras vidas. Hacer siempre el bien, ser apasionados del hacer el bien por la fuerza de la fe.
2. Imitar a san Pablo en la esperanza
Este mensaje innovador que san Pablo nos presenta y que posee una interioridad rica y fecunda nos sitúa en el misterio de la filiación divina, otorgada por el Bautismo. Podemos decir que encontramos aquí el núcleo de la fe que propone el apóstol. Nuestra dignidad consiste en que no sólo somos imagen, sino también hijos de Dios. Y esto es una invitación a vivir nuestra filiación con mayor conciencia de que somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios.
Si nosotros realmente meditásemos a fondo en lo que significa ser hijos de Dios, no podríamos sino pasar nuestra vida agradeciendo, y las pruebas más difíciles, por más duras que fuesen, las veríamos con espíritu de hijos amados, sabiendo que Él permite todo por un bien mayor, porque nos ama, y porque al final de la vida quiere que el abrazo eterno sea nuestra bienvenida.
Hace poco leíamos en el sitio de la página de Internet del Regnum Christi, el hecho tan triste de la muerte de HYPERLINK "http://sndr001.mktmasbd.com/go/?r=febuBl0JH5wegJzb4BueeEX86pPwXFJJ*cy9AzMRDR5Ewko8D5e6JVJb0… Medrano, un querido miembro del Movimiento de Aguascalientes, México. Su familia, en medio de tantas lágrimas y de la pena tan profunda, nos ha dado un testimonio vivo de la verdadera fe y esperanza por las que confía en que él ya llegó a la meta. Pensamos que es imposible expresar con palabras la gratitud que experimentamos ante estos ejemplos de esperanza cristiana, y que nos hacen caminar como una sola familia, hacia la casa del Padre.
San Pablo tuvo una experiencia del cielo, que no pudo ni supo cómo describir, pero que le dio fortaleza para soportar todo lo que habría de venir. El que cree y espera, va mucho más allá del «aguantar» las penas, sino que las lleva hacia su sentido más pleno en la seguridad de que todos vamos de paso, como peregrinos, y que Dios, Padre amoroso, anhela recibirnos al final de nuestras vidas con los brazos abiertos y decirnos con cuánto anhelo nos esperaba. ¿Cómo pagaremos al Señor, todo el bien que nos ha hecho?
¡Cuánto consuelo y confianza nos da poner toda nuestra vida en manos de Cristo! Él es garante del anhelo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón de todo hombre. Así escribía San Pablo a Timoteo, uno de sus más cercanos colaboradores, a quien llama hijo querido: «yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta el día en que el Señor vuelva» (2 Tm 1, 12). La esperanza cristiana asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres y las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos.
Es una virtud que nos protege del desánimo y del desaliento, tan extendido hoy en muchos ambientes; nos sostiene en la prueba y en los momentos en que parece que estamos por desfallecer. Así mismo, nos abre el corazón hacia la espera de la bienaventuranza eterna, preservándonos del egoísmo y conduciéndonos hacia la caridad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1818).
Hace unos días, hablando con unas familias, salió el tema de la esperanza y cómo se relaciona esta virtud con la de la fortaleza. Me decía uno de ellos, a partir de su experiencia, que quien espera se fortalece en las dificultades y que logra metas que jamás hubiera sospechado alcanzar. Cuando vemos la meta, aunque no hayamos llegado aún y ya estemos cansados, nos alegramos al saber que todo ha valido la pena y que nada se compara con la experiencia del cielo que anhelamos alcanzar un día. La esperanza no nos saca de la realidad.
Al contrario, nos hace vivir las realidades temporales con realismo y con sentido práctico también. «La mirada en el cielo y los pies bien puestos en la tierra», como se dice. Porque el que espera, es muy buen compañero de camino para sus hermanos. La esperanza nos hace vivir cada día como si fuese el único día de nuestras vidas, dejando el pasado en las manos de Dios, viviendo el presente y aprovechando cada minuto; proyectando el futuro, que siempre será incierto, con la certeza de que no podemos estar en mejores manos que en aquellas de quien nos ha creado para salvarnos y de quien nos ha rescatado para llevarnos a casa.
En medio de las penalidades que tuvo que padecer san Pablo para llevar a cabo la misión que Dios le había confiado en la predicación del evangelio a los gentiles, la esperanza fue el ancla de su alma, segura y firme, que le permitía ser constante en medio de la tribulación y vivir con alegría (cf. Rm 12, 12). Podemos decir que a pesar de tener los pies sobre la tierra y trabajar sin descanso ni tregua por llevar el mensaje del amor de Cristo a todos los hombres, mantuvo su mirada en el cielo, pues sabía bien en quién tenía puesta su fe: «Estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.
He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su manifestación» (2 Tm 4, 6-8).
No es muy distinto para el cristiano de hoy, especialmente para quien se esfuerza por ser fiel y corresponder con generosidad al amor de Cristo en la oración y en el apostolado. Estoy seguro de que también ustedes han experimentado muchas veces cómo Dios responde siempre, consuela y sostiene en cada una de las situaciones en que le demostramos que es Él lo primero y lo más importante en nuestra vida.
Para un apóstol del Regnum Christi son fuente de confianza y optimismo las palabras que san Pablo dirigía a los cristianos de la comunidad de Roma: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8, 31; 35, 37).
Hoy estamos recordando el día de santa María Magdalena, y su ejemplo nos llena de luz, porque nos enseña que quién ama, persevera. Ella, al haber descubierto el perdón, la bondad y misericordia de Cristo, dejó su estilo de vida anterior y, en adelante, vivió sólo para Cristo. Su amor fue tan intenso, que lo único que quería era agradar a Dios y hablar de Cristo. Ella, que estaba llorando al lado del sepulcro, cuando a los ojos humanos todo estaba perdido, nunca dudó y siempre esperó.
Y, además, no sólo «esperó por si acaso», o con un «quizá», sino que en ella la esperanza era una certeza. No sabemos cómo ni cuándo lo encontraremos, pero estamos seguros en Él. San Gregorio Magno, cuando comenta este texto del evangelio en una de sus homilías, nos dice: «Primero lo buscó sin encontrarlo; perseveró luego en la búsqueda, y así fue como lo encontró; con la dilación iba amentando su deseo, y este deseo aumentado le valió hallar lo que con anhelo buscaba. Los santos deseos, en efecto, aumentan con la dilación. Si la dilación los enfría, era porque no son o no eran verdaderos deseos. Todo aquel que ha sido capaz de llegar a la verdad es porque ha sentido la fuerza de este amor» (Homilía 25, 4).
3. Imitar a san Pablo en su caridad
Para san Pablo, la convicción y la experiencia del amor personal de Dios es definitiva. Es Cristo el centro de su fe, el fundamento de su esperanza y la razón de su amor. «Estoy crucificado con Cristo, y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 19).
Cuando la experiencia de Cristo logra calar en nuestro corazón podemos hacer nuestras estas palabras de san Pablo. Aquí está el secreto de la vida cristiana y es precisamente el centro de nuestra tarea en el esfuerzo por la santidad a la que Dios nos llama: encontrar el amor a Cristo, madurar nuestro amor a Cristo, vivir en el amor a Cristo, transmitir el amor a Cristo. Y, así, toda nuestra vida se orienta hacia la amistad con Cristo fundada en la vida de gracia y alimentada en los sacramentos, animada en la oración y vivida por la caridad.
Sabemos bien que este amor a Cristo va de la mano del conocimiento de toda su persona. Cuanto más conozcamos a Dios, más le podremos amar. De ahí nace la necesidad de fortalecer nuestra vida interior en la oración diaria, y de un modo muy particular en la Eucaristía. En el contacto con Cristo profundizamos el contenido de la fe y adquirimos una confianza más sobrenatural que nos permite afrontar las diversas circunstancias de cada día con mayor seguridad. Apoyados en el amor de Cristo todo es más sencillo. Su amor nos precede, acompaña y espera en el cielo. Cuando ponemos a Cristo como fin de nuestra vida descubrimos el gozo ante cualquier dificultad.
En la medida en que amamos, los problemas desaparecen, pues para el que ama no hay tiempo para pensar en sí mismo. San Pablo, que amaba tanto y con tal intensidad al Señor, nos deja un claro testimonio de esto: todo lo consideraba pérdida en comparación con Él. Es el resumen de todo: nuestra vida es Cristo.
Como hijos de la Iglesia y como miembros y amigos del Regnum Christi, cuánto tenemos que agradecer a Dios el regalo que nos ha hecho a través del carisma de la caridad. Esta virtud nos coloca en relación directa con Dios, que sabemos por la Escritura que es amor (cf. 1 Jn 4, 8). También san Pablo nos muestra esta enseñanza como fruto de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). La caridad es la virtud que armoniza nuestro corazón con el de Cristo y así nos impulsa a amar a los hermanos como Él los ha amado. Esta virtud nos pone en el mismo ritmo de la vida divina y hace resonar en nuestra alma las palabras de Cristo en la Última Cena, «permaneced en mi amor.
Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15, 9-10). San Pablo nos dice que la verdad nos hará libres, y por eso, en la verdad sabemos que está la paz. La verdad que, para ser auténtica, va siempre unida a la caridad, formando un corazón como el de Cristo, Camino, Verdad y Vida. Si en nuestro corazón sólo hay lugar para amar como Cristo ama, si resplandece siempre el perdón, la bondad y la misericordia, luchando contra todo aquello que no proviene de su amor, como es la crítica, la dureza de corazón en los juicios, etc., entonces Él empezará a reinar verdaderamente en nosotros. Si vemos todo con los ojos de Dios, todo lo veremos según el corazón de quien nos vino a traer su mandato, el mandato de la caridad. Todo lo demás, no tiene sentido, y no proviene de Dios.
4. Sólo la caridad le da sentido a todo
Pidamos con insistencia la gracia de ser fieles al carisma recibido, una fidelidad no fría o seca, sino fortalecida y alimentada por la caridad. Que Dios nuestro Señor nos conceda ser fieles a Cristo en todo momento, incluso en los detalles más pequeños, que en ocasiones pueden parecer insignificantes; que veamos no tanto qué hacemos, sino por quién lo hacemos. De esta manera, podremos ayudar mejor a nuestra querida Iglesia, como san Pablo. Ojalá que tomemos y meditemos esas ideas del apóstol como auténticas guías de vida; que hagamos vida el himno de la caridad en el que el apóstol nos marca el sello que distingue al auténtico cristiano: «aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe» (1 Co 13, 1).
Sólo la caridad le da sentido a todo. En este año paulino, nos ayudará muy especialmente meditar y vivir este texto, pues sin caridad, no somos nada.
La caridad es el amor con el que Cristo nos ama. A mayor oración, cuando es auténtica, mayor caridad. «Conviértete a Cristo de todo corazón y tu alma encontrará la paz; pues el Reino de Dios es paz y alegría en el Espíritu. Tiene Él un frecuente trato con el hombre interior, platica dulcemente con él, lo consuela suavemente, le infunde una paz profunda. Hazle en ti lugar a Cristo, y con Él te bastará. Pon en Dios toda tu confianza, y todo se arreglará» (Imitación de Cristo, libro 2, 1-6).
Queridos amigos y miembros del Regnum Christi, que el mismo amor que impulsó al apóstol Pablo a ponerse en camino, exponiéndose a los trabajos e incomodidades de los viajes, por tierra y por mar, para anunciar a Cristo, nos mueva también a vivir fielmente el mandato de Cristo de ir por todo el mundo, a todas las naciones, hasta los confines de la tierra. Esta misión continúa a través de cada uno de ustedes que se esfuerzan por llevar a todas las almas un rayo del amor de Dios.
Creo que la carta ha salido demasiado larga, pero sé que la bondad y espíritu que nos sostiene, nos hace también estar más unidos en estos momentos, y con ustedes, es imposible no conversar y decirles cuánto nos edifican y fortalecen. Que María Santísima sea siempre nuestro sostén y esa brisa que se lleva todos los calores y dificultades en el viaje de nuestra peregrinación terrena. Ella está a nuestro lado y nos invita a confiar en Cristo, que está en nuestra barca. Naveguemos bajo su protección y seguros de su maternal cuidado. Aprovecho la ocasión para agradecerles su entrega, su ejemplo y su fidelidad. Su testimonio es un faro para todos, y así, nos unimos en donde nos debemos siempre acompañar, en la Eucaristía, al lado de María.
Les aseguro mis oraciones por cada uno y por todas sus intenciones. Quedo suyo afectísimo en Jesucristo,
P. Alvaro Corcuera, L.C.