Con el trabajo el hombre muestra sus riquezas y sus contradicciones más profundas. Puede cultivar la tierra para dar pan a pueblos y ciudades o para mantener el negocio de la droga. Puede construir casas seguras o edificios llenos de peligros ocultos. Puede publicar libros para promover la cultura o para reencender odios y provocar conflictos. Por eso conviene buscar, pensar y ofrecer ideas para humanizar el trabajo, para orientarlo hacia el bien según la dignidad propia de la persona humana.
Juan Pablo II elaboró, hace 25 años, una profunda reflexión sobre el trabajo humano, en forma de carta encíclica (es decir, de carta abierta a los obispos, a los miembros de la Iglesia y a los hombres de buena voluntad). La encíclica iba a ser publicada el 15 de mayo de 1981, pero a causa del atentado que sufriera el Papa el 13 de mayo, se pospuso varios meses, por lo que salió a la luz con fecha 14 de septiembre de 1981.
Su título, “Laborem exercens”, evoca ese continuo ejercicio del trabajo con el que no sólo conseguimos el pan de cada día, sino también el desarrollo de las ciencias, de la técnica, y del nivel cultural y moral de las sociedades.
La encíclica está dividida en cinco partes. La primera es introductoria, y pone en conexión las reflexiones del Papa con la tradición de la doctrina social de la Iglesia. Subraya especialmente que el trabajo es un tema fundamental para comprender los problemas sociales y para permitir que la vida humana llegue a ser “más humana”, según una fórmula que el Papa recoge del Concilio Vaticano II (citando “Gaudium et Spes” n. 38).
La segunda parte analiza la relación profunda que existe entre el trabajo y el hombre, tanto en su sentido objetivo (con la importancia creciente que tiene la técnica) como en su sentido subjetivo (en cuanto que el hombre es el sujeto del trabajo). El trabajo no sólo permite transformar la naturaleza, sino que lleva al hombre a realizarse a sí mismo, a “hacerse más hombre” (cf. “Laborem exercens” n. 9), y a vincularse más estrechamente con la sociedad (especialmente con la familia y con la nación).
La tercera parte está dedicada al conflicto que puede darse entre el trabajo y el capital. Juan Pablo II quiso dejar bien claro que el trabajo tiene un valor prioritario sobre el capital. Este punto conserva toda una actualidad en un mundo en el que la globalización puede llevar a preocuparse más por los beneficios del capital que por la construcción de sociedades en las que se defienda realmente el derecho de todos los hombres a un trabajo digno y bien remunerado. En este sentido, resulta sumamente interesante la invitación a permitir que el trabajador llegue a ser copartícipe y copropietario de los medios de producción, en función del respeto a su dignidad humana.
La cuarta parte habla de los derechos del hombre del trabajo. Toca temas tan actuales como los del empleo, el salario, la emigración y el modo correcto de relacionar a los minusválidos con el mundo laboral. Después de haber explicado brevemente la noción de “salario familiar” (n. 19), el Papa expone la necesidad de apoyar a la madre para que no tenga que dejar obligaciones fundamentales en la vida familiar por verse obligada a buscar trabajos remunerados fuera del hogar.
“Será un honor para la sociedad hacer posible a la madre -sin obstaculizar su libertad, sin discriminación psicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras- dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la edad. El abandono obligado de tales tareas, por una ganancia retribuida fuera de casa, es incorrecto desde el punto de vista del bien de la sociedad y de la familia cuando contradice o hace difícil tales cometidos primarios de la misión materna” (“Laborem Exercens” n. 19).
La última parte recoge algunas pistas para profundizar en la espiritualidad del trabajo. Con su esfuerzo laboral cada ser humano puede vivir su condición de imagen divina, puede participar en la obra creadora de Dios, puede progresar en su camino hacia el encuentro con el Padre de los cielos.
Recordar los 25 años de esta encíclica nos permite, nuevamente, reflexionar sobre el trabajo humano. Un tema central en la vida de los pueblos, una invitación a comprender más a fondo nuestra acción humanizadora en un mundo hambriento de justicia y necesitado de principios que nos lleven a la construcción de sociedades más solidarias, más fraternas, más buenas.