Pasar al contenido principal

Benedicto XVI y san Ignacio de Antioquía, hombres dispuestos a la unidad

1. Benedicto XVI, La carta del 10 de marzo

El pasado 10 de marzo de 2009 el Papa Benedicto XVI envió a los obispos de todo el mundo una carta en la que explica largamente las razones y los hechos en torno al levantamiento de la excomunión a los obispos ordenados ilegítimamente en 1988 por monseñor Marcel Lefebvre.

La carta muestra a un Papa que se ha encontrado con una situación imprevista. Un Papa que reconoce los errores habidos y explica sus intenciones. Un Papa dolido y malinterpretado. Un Papa humano y humilde, entristecido porque algunos católicos lo han querido “herir con una hostilidad dispuesta al ataque”. Se trata de una carta personal y sin precedentes, hermosa y a la vez dramática, que al modo de ver de muchos, ha hecho que mereciera la pena la tormenta desencadenada. 

Gracias a esta carta del Santo Padre todos somos más conscientes de sus profundas motivaciones: «La primera prioridad para el Sucesor de Pedro fue fijada por el Señor en el Cenáculo de manera inequívoca: “Tú… confirma a tus hermanos” (Lc 22,32)». De este modo el Papa nos ha dado a conocer cuál es su opción fundamental, con qué actitudes afronta cada mañana el gobierno de la Iglesia. «Quien anuncia a Dios como Amor “hasta el extremo” debe dar testimonio del amor». Dar testimonio del amor debe ser también la primera prioridad y la opción fundamental de todo Obispo, de todo sacerdote y de todo cristiano.

El Papa nos hace ver que no podemos permitirnos no vivir unidos cuando «en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento». Las discordias y la falta de unión entre los cristianos ponen en duda nuestra credibilidad. Todos tenemos parte de culpa: nuestras envidias y rencores, nuestras maledicencias y faltas de comprensión cierran el acceso a Dios y apagan la llama de la fe. Donde no hay caridad ni amor, ¿cómo puede estar presente Dios? San Pablo escribe a sus queridos gálatas que «toda la ley se concentra en esta frase: "Amarás al prójimo como a ti mismo". Pero, atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente». Y el Santo Padre lamenta que «desgraciadamente este "morder y devorar" existe también hoy en la Iglesia». 

No hay contradicción entre el gesto fuerte del Papa Juan Pablo II y la mano tendida de Benedicto XVI. Él mismo lo ha puesto de manifiesto en su reciente carta: «La remisión de la excomunión tiende al mismo fin al que sirve la sanción: invitar una vez más a los cuatro Obispos al retorno». Movido por el amor el obispo se ve en ocasiones en la necesidad de insistir, reprender, amenazar, exhortar… pero siempre con paciencia, como Cristo, el Buen Pastor. «Todo lo que dice y hace el Obispo ha de revelar la autoridad de la palabra y los gestos de Cristo. Si faltara la ascendencia de la santidad de vida del Obispo, es decir, su testimonio de fe, esperanza y caridad, el Pueblo de Dios acogería difícilmente su gobierno como manifestación de la presencia activa de Cristo en su Iglesia» (Pastores Gregis, 43).

Posiblemente Benedicto XVI pase a la historia como el “Pontífice de la unidad”, el Papa que nos ha enseñado la prioridad suprema del amor. «Que el humilde gesto de una mano tendida haya dado lugar a un revuelo tan grande, convirtiéndose precisamente así en lo contrario de una reconciliación, es un hecho del que debemos tomar nota». ¿En qué sentido debemos “tomar nota”? ¿Qué podemos aprender de este “humilde gesto de una mano tendida” y de la “palabra clarificadora” a la que ha dado origen? 

Quisiera analizar estos hechos a la luz de una figura de la Iglesia del siglo I, San Ignacio de Antioquía, uno de los primitivos testigos de la tradición católica. San Ignacio fue discípulo directo de San Juan y de San Pablo y fue el segundo sucesor de san Pedro al frente de la Iglesia de Antioquía. Condenado a morir devorado por las fieras, recibió la corona del martirio en el año 107, en tiempos del emperador Trajano. Durante su viaje a Roma escribió siete cartas, dirigidas a varias Iglesias. Entre ellas, figura la Carta a los Filadelfios, en la que se autodescribe significativamente como “hombre dispuesto para la unidad” (Fil VIII, 1).

San Pablo y los gálatas, San Ignacio y los filadelfios, Benedicto XVI y nosotros, la Iglesia del siglo XXI. La historia se repite y una mirada al pasado nos enseña que, ayer y hoy, la prioridad suprema es siempre el amor.

2. La Carta a los Filadelfios de San Ignacio de Antioquía

Una reconstrucción posible de los hechos sería ésta: los filadelfios fingen vivir en concordia y unidad, pero el panorama real era bastante sombrío. Algunos cristianos se oponen al obispo y «hablan necedades» (Fil I, 2); hay otros que siguen a cismáticos (cf. Fil III, 3); finalmente existen prosélitos convertidos al cristianismo que no querían deshacerse de la ley y costumbres judías (cf. Fil VI, 1). ¿No es esto asombrosamente actual, después de tantos siglos? También hoy se dicen demasiadas necedades o “salidas de tono”, como las llama el Santo Padre. También hoy existen divisiones en la Iglesia que provocan “avalanchas de protestas”. También hoy se da la tensión entre la fidelidad a lo esencial y la adaptación en lo accidental.

San Ignacio, enamorado de la Iglesia, sabe que «donde hay pecados, allí hay desunión, cismas, herejías, discusiones» (Orígenes, cf. C.I.C., 817). Por eso no se resigna ante la situación. En un momento imprevisto experimenta la fuerza carismática del Espíritu y profetiza «con voz fuerte, con voz de Dios» (Fil VIII, 1). Sus palabras, fuertes. Su tono, solemne. Les exhorta así: « ¡amad la unidad! ¡Huid de las divisiones! ¡Sed imitadores de Jesucristo como también él lo es de su Padre!» (Fil VII, 2). Huir de las divisiones por amor a la unidad ha sido también el motivo de Benedicto XVI para «salir al encuentro del hermano que “tiene quejas contra ti” (cf. Mt 5,23s) y buscar la reconciliación». Habría sido quizá más fácil callar, dejar pasar, pero el amor a la Iglesia se lo impide. A ejemplo de Timoteo, obedece a la exhortación paulina: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2Tim 4, 2).

San Ignacio les habla como quien tiene autoridad. Aunque su sede sea Antioquía, San Ignacio se siente partícipe de la solicitud para todas las Iglesias, pues es legítimo sucesor de los Apóstoles. El Concilio enseña que los Obispos deben sentirse siempre unidos entre sí y mostrarse solícitos por todas las Iglesias, ya que, «por institución divina y por imperativo del oficio apostólico, cada uno, juntamente con los otros Obispos, es responsable de la Iglesia» (Christus Dominus, 6). 

San Ignacio cree firmemente que el amor es la característica más fundamental que constituye a los miembros de la  Iglesia en un único pueblo, el Pueblo de Dios, cuyas fronteras no son políticas ni geográficas. San Ignacio conoce también la doctrina paulina de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, en el cual «hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo» (1Cor 12, 4-5). En la iglesia primitiva, como en la actual, «la unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: “En la construcción del cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones”» (C.I.C., 791). 

Este gran tesoro de la Iglesia, su unidad, «sale victoriosa de todas las divisiones humanas» (C.I.C., 791) por lo que san Ignacio, consciente de nuestra frágil naturaleza, consuela a los filadelfios divididos recordándoles que «el Señor perdona a todos los que se arrepienten si se convierten a la unidad de Dios y a la asamblea del obispo» (Fil VIII, 1). Exhortar a la unidad es exhortar al amor. 

San Ignacio exhorta a los filadelfios al esfuerzo por «frecuentar una sola Eucaristía, pues una es la carne de nuestro Señor» (Fil IV, 1). Sabe que la participación misteriosa y real de los cristianos en el cuerpo y la sangre de Cristo los convierte en un solo Cuerpo, en su Cuerpo Místico, pues «aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1Cor 10, 17).

Las alusiones a la figura del pastor en la Carta a los filadelfios son llamadas ardorosas a la unidad y a la verdad, pues fuera del rebaño sólo hay «malas artes y engaños» (Fil VI, 2). No han de seguir al obispo por razones disciplinares, sino eclesiológicas: «Donde esté el pastor, seguidle como ovejas» (Fil II, 1). Seguir al pastor [obispo] es estar con Cristo, que es la «puerta del Padre». Quienes se separan del pastor, se apartan de la Iglesia. Por eso en otra carta dirá que «sin estos, no es llamada la Iglesia» (Tral III, 1). La verdadera libertad está en el seno del rebaño, junto al Buen Pastor. En efecto, el Concilio Vaticano II les recuerda: «En el ejercicio de su oficio de padre y pastor, sean los Obispos en medio de los suyos como los que sirven, buenos pastores que conocen a sus ovejas y a quienes ellas también conocen; verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y solicitud para con todos, y a cuya autoridad, conferida desde luego por Dios, todos se someten de buen grado. De tal manera congreguen y formen a la familia entera de su grey, que todos, conscientes de sus deberes, vivan y actúen en comunión de caridad» (Christus Dominus, 16).

San Ignacio fundamenta esta sumisión en su concepción mística de la Iglesia, que es copia e imagen de la Iglesia celeste. Así como el Verbo Divino se encarnó, así también la Iglesia, que es su Cuerpo Místico, se encarna en una comunidad de personas concretas, jerárquicamente estructurada, encabezada por el obispo, centro visible de la unidad de la Iglesia. La Iglesia terrena es una copia de la celeste, por lo que la unidad de la Iglesia terrena ha de ser un reflejo, lo más perfecto posible, de la unidad existente en la Trinidad, entre Jesús y el Padre. La Iglesia pneumática se encarna en la Iglesia visible, gracias a Cristo Mediador, que es al mismo tiempo pneuma y sarx. Como Cristo se sometió al Padre, así es preciso que los miembros de su Cuerpo Místico, se sometan al Obispo, que es su cabeza visible.

El “Obispo visible” hace las veces del “Obispo invisible y universal”. La unión visible con el Obispo - tupoV del Padre -, con el presbiterio y los diáconos, es el signo y la garantía de la unión invisible con la Trinidad. El Obispo, los presbíteros y diáconos forman una sola realidad, como en el cielo son Uno el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Se presenta como un «hombre dispuesto a la unidad» (Fil VIII, 1) cumpliendo con humildad y eficacia el deber de regir y apacentar que tienen los Obispos. Todo Obispo es un hombre dispuesto a la unidad, un hombre que tiene la altísima misión de reproducir la comunión de vida y amor existente en el seno de la Trinidad entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Para lograrlo, es preciso asemejarse en lo posible a Dios, que es Amor, siendo él mismo a su vez signo del amor de Dios: «He rebosado de amor por vosotros y con gran alegría os afianzo, no yo, sino Jesucristo» (Fil V, 1). Resuena en esta frase la invitación de su maestro, el apóstol san Juan, que escribía: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1 Jn 4, 7). 

San Ignacio pone como ejemplo al obispo de Filadelfia y se deshace en elogios porque con su silencio, contribuye eficazmente a la unidad. Como Jesús ante sus falsos acusadores, el obispo también sabe callar y esperar el momento adecuado para intervenir: «Cuando calla puede más que los que hablan necedades» (Fil I, 1). Imita al Divino Maestro y se hace bienaventurado por su mansedumbre y por la injusta persecución que padece: «Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra; […] Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5, 4.9-10). 

3. Enseñanzas para la Iglesia de hoy

Durante un encuentro fraterno con párrocos, hablando sobre la situación de crisis y divisiones en la Iglesia tras el Concilio Vaticano II, el Papa Benedicto XVI les invitó a mirar atrás a la historia de la Iglesia y descubrir que «nada hay nuevo bajo el sol» (Eccl 1, 8). Les recordó cómo San Basilio compara la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea con una batalla naval nocturna, donde nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos. «Realmente era una situación de caos total» (24-7-2007).

Las divisiones entre los gálatas dieron origen a la carta paulina, un tesoro de doctrina y espiritualidad. Las discordias entre los filadelfios fueron la ocasión para que se manifestara esta ardorosa exhortación a la unidad, válida ayer y hoy. El revuelo causado tras la carta de Benedicto XVI ha dado lugar a que el Santo Padre nos manifieste sus profundos sentimientos y sus sencillas motivaciones. «Para los que aman, todo contribuye al bien» (Rom 8, 28). Las divisiones y discordias son siempre un mal. Pero de este mal puede brotar el bien mayor de una unión más madura y consciente, probada y fundada en motivos sobrenaturales.  

Enseñanzas para los obispos

Una mirada al pasado nos ha ayudado a descubrir la continuidad entre las exhortaciones del Obispo antioqueno a la unidad y el reciente Magisterio de la Iglesia y del Santo Padre. Ambos, Tradición viva y Magisterio autorizado, reservan un papel fundamental al obispo en la tarea de la comunión: «Sin estos [los obispos], no es llamada la Iglesia» (Tral III, 1). Esta es la razón por la que el Santo Padre dirige su reciente carta a los “queridos hermanos en el ministerio episcopal”.

En la Carta apostólica Novo millennio ineunte, Juan Pablo II subrayaba la necesidad de «hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión» (n. 43). Apenas dos años después, en la Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis,  atribuía a los obispos un papel decisivo en esta tarea: «El Obispo es el primero que, en su camino espiritual, tiene el cometido de ser promotor y animador de una espiritualidad de comunión, esforzándose incansablemente para que éste sea uno de los principios educativos de fondo en todos los ámbitos en que se modela al hombre y al cristiano» (n. 22). 

Leyendo a san Ignacio de Antioquía, aprendemos que «el Obispo es responsable de lograr esta unidad en la diversidad, favoreciendo […] la sinergia de los diferentes agentes, de tal modo que sea posible recorrer juntos el camino común de fe y misión» (Pastores Gregis, 173).

La firmeza exige rigurosamente el cumplimiento de la ley; la mansedumbre sabe callar y esperar el tiempo oportuno. El Obispo, Buen Pastor, ha de unir la firmeza a la mansedumbre, «conforme a la equidad del Dios vivo». Como dice el adagio latino, ha de actuar suaviter in forma, fortiter in re. Ha recibido la autoridad para ejercerla con actitud de servicio y sincera humildad, como hace Dios con nosotros. Sigue así la indicación que dio el Concilio Vaticano II para que los obispos, «prontos a toda obra buena» (2Tim 2, 21), y «soportándolo todo por amor a los elegidos» (2Tim 2, 10), «ordenen su vida de forma que se ajuste a las necesidades de los tiempos» (Christus Dominus, 16). El obispo no puede proceder arbitrariamente, sino que en el desempeño de su cargo, debe estar «tan armoniosamente concertado con los mandamientos de Dios, como las cuerdas con la lira» (Fil I, 1). Su adhesión incondicional a la voluntad de Dios expresada en sus mandamientos es el mejor servicio que puede brindar a la unidad.

«Reflejando en sí mismo estos rasgos tan humanos de Jesús, el Obispo se convierte además en modelo y promotor de una espiritualidad de comunión, orientada con solícita atención a construir la Iglesia, de modo que todo, palabras y obras, se realice bajo el signo de la sumisión filial en Cristo y en el Espíritu al amoroso designio del Padre (Pastores Gregis, 19)».

Enseñanzas para los fieles

Sin embargo, la Carta a los filadelfios y la reciente carta del Papa Benedicto XVI nos enseñan también que la unidad y comunión no son tarea exclusiva del Obispo. «La comunión eclesial en su organicidad requiere la responsabilidad personal del Obispo, pero supone también la participación de todas las categorías de fieles, en cuanto corresponsables del bien de la Iglesia particular, de la cual ellos mismos forman parte» (Pastores Gregis, 173). Por eso es actual la advertencia de san Ignacio a los filadelfios: «No hagáis nada sin el obispo» (Fil VII, 2). Se requiere, por parte de todos, «mutua confianza, paciencia, dulzura, capacidad de comprensión y de espera, […] un amor a la Iglesia más grande que el amor a sí mismos y a las agrupaciones a las cuales se pertenece» (Pastores dabo vobis, 59). 

La Iglesia es una en razón de su origen, Dios Padre, su fundador, Jesucristo y su “alma”, el Espíritu Santo (cf. C.I.C., 813). Pertenece pues a la esencia misma de la Iglesia el ser una, no obstante la diversidad de dones y la multiplicidad de pueblos, culturas y sensibilidades que la forman. El Pueblo de Dios tiene características que lo distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la Historia. «Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos amó (cf. Jn 13, 34)» (C.I.C. 782). Quienes estamos unidos por la ley del amor que Cristo nos dejó somos miembros del mismo y único Cuerpo.

El obispo es el responsable de la unidad. Los demás agentes en la Iglesia somos corresponsables de esta unidad. Somos un Pueblo, miembros del Cuerpo místico de Cristo, formamos un solo redil, un campo de Dios. «Cuando en la Iglesia se vive el amor, las diferencias nunca dividen, sino que enriquecen la unidad» (CELAM, Hacia la V Conferencia, n. 71). 

En este camino, no estamos solos. No basta el esfuerzo humano, por grande que sea, de los obispos y de los fieles. Hemos de ponernos a la escucha del Espíritu Santo, artífice de la unidad, para lograr el anhelado don de la plena comunión eclesial. El Espíritu Santo «hace que los corazones sean capaces de comprender las lenguas de todos, pues restablece el puente de la auténtica comunicación entre la Tierra y el Cielo. El Espíritu Santo es el Amor» (Benedicto XVI, 2-6-2006).