Benedicto XVI hace el balance del 2008, con la Jornada Mundial de la Juventud en Sydney como eje, en su discurso a los miembros de la Curia Romana que resume ahora esta columna semanal La voz del Papa.
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El año que está a punto de terminar ha sido rico en miradas retrospectivas a fechas importantes, pero rico también en acontecimientos, que traen consigo señales de orientación para nuestro camino hacia el futuro. Hace 50 años moría el papa Pío XII y era elegido papa Juan XXIII. Han pasado 40 años de la publicación de la Encíclica Humanae vitae y 30 años de la muerte de su autor, el Papa Pablo VI. El mensaje de estos acontecimientos ha sido recordado y meditado de muchas formas a lo largo del año.
La mirada de la memoria, sin embargo, se ha dirigido aún más atrás de los acontecimientos del siglo pasado, y precisamente así nos ha dirigido hacia el futuro: la noche del 28 de junio, en presencia del patriarca ecuménico Bartolomé I de Constantinopla y de representantes de muchas otras Iglesias y comunidades eclesiales pudimos inaugurar en la Basílica de San Pablo Extramuros el Año Paulino (junio 2008 a junio 2009), en recuerdo del nacimiento del apóstol de los gentiles hace dos mil años. Pablo no es para nosotros una figura del pasado. Mediante sus cartas, nos habla aún hoy. Y quien entra en diálogo con él, es empujado por él hacia el Cristo crucificado y resucitado. El Año Paulino es un año de peregrinación (...), una peregrinación del corazón, junto con Pablo, hacia Jesucristo.
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Surgen particularmente ante los ojos tres acontecimientos específicos del año que está por concluir. Ha estado ante todo la Jornada Mundial de la Juventud en Australia, una gran fiesta de la fe, que ha reunido a más de 200.000 jóvenes de todas partes el mundo y les ha acercado no sólo externamente -en sentido geográfico- sino, con su contagiante alegría de ser cristianos, también interiormente.
Junto a ello hubo dos viajes, uno a los Estados Unidos y otro a Francia, en los que la Iglesia se ha hecho visible ante el mundo y para el mundo como una fuerza espiritual que indica caminos de vida y, mediante el testimonio de la fe, trae la luz al mundo. Fueron días que irradiaban luminosidad, irradiaban confianza en el valor de la vida y en el empeño por el bien.
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Por último, hay que recodar el Sínodo de los Obispos: pastores procedentes de todo el mundo se reunieron alrededor de la Palabra de Dios, que había sido alzada en medio de ellos; en torno a la palabra de Dios, cuya gran manifestación se encuentra en la Sagrada Escritura. Lo que en el día a día damos a menudo por descontado, lo hemos captado de nuevo en su sublimidad: el hecho de que Dios habla, de que Dios responde a nuestras preguntas. El hecho de que Él, aunque en palabras humanas, hable en persona y podamos escucharle y, en la escucha, aprender a conocerlo y a comprenderlo. El hecho de que Él entre en nuestra vida plasmándola y que nosotros podamos salir de nuestra vida y entrar en la inmensidad de su misericordia. Así nos hemos dado cuenta otra vez de que Dios en esta Palabra suya se dirige a cada uno de nosotros, habla al corazón de cada uno: si nuestro corazón se despierta y el oído interior se abre, entonces cada uno puede aprender a escuchar la palabra que se le dirige a propósito para él.
Pero precisamente si escuchamos a Dios hablarnos de una forma tan personal a cada uno de nosotros, comprendemos también que su Palabra está presente para que nos acerquemos unos a otros, para que encontremos la forma de salir de lo que es sólo personal. Esta Palabra ha plasmado una historia común y quiere seguir haciéndolo. Entonces nos hemos vuelto a dar cuenta de que -precisamente porque la Palabra es tan personal- podemos comprenderla de forma correcta y total sólo en el "nosotros" de la comunidad instituida por Dios: siendo siempre conscientes de que nunca podremos agotarla completamente, que ésta tiene algo nuevo que decir a cada generación.
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Finalmente era importante experimentar que en la Iglesia hay un Pentecostés también hoy; es decir, que ésta habla en muchas lenguas, y esto no sólo en el aspecto exterior de que estén representadas en ella todas las grandes lenguas del mundo, sino aún más en su aspecto más profundo: en ella están presentes las múltiples formas de experiencia de Dios y del mundo, la riqueza de las culturas, y sólo así aparece la amplitud de la existencia humana y, a partir de ella, la amplitud de la Palabra de Dios (…). Eran conmovedores también los múltiples testimonios de fieles laicos de todas partes del mundo, que no sólo viven la Palabra de Dios sino que también sufren por ella. Una preciosa contribución fue también el discurso de un rabino sobre las Sagradas Escrituras de Israel, que son también nuestras Sagradas Escrituras. Un momento importante para el Sínodo (…) fue cuando el patriarca Bartolomé, a la luz de la tradición ortodoxa, con análisis penetrante nos abrió un acceso a la Palabra de Dios.