El cine, que empezó siendo un espectáculo de barraca de feria, parece haberse adentrado en un proceso regresivo que lo devuelve a sus orígenes; esto, al menos, es lo que intuimos tras asistir a una proyección -¡en 3-D!- de Avatar, la fastuosa película dirigida por James Cameron. Al público que asistía pasmado a las proyecciones de los hermanos Lumière no lo guiaba tanto la curiosidad por una nueva forma de arte como la subyugación por un ingenio técnico que lo sacudía con ilusiones nunca vistas, como la visión de una locomotora humeante que, en su avance hacia la cámara, parecía salirse de la pantalla.
Y este mismo entendimiento del cine como fábrica de taumaturgias es el que descubrimos en las películas de Méliès, que mediante trucajes por entonces revolucionarios hacía desaparecer objetos ante la mirada ingenua de su público. Luego vendría Griffith, que entendió que el cine podía ser mucho más que un espectáculo de barraca de feria; y lo convirtió en un arte narrativo, siguiendo el patrón de las novelas dickensianas.
Desde entonces, el cine ha asumido, en mayor o menor medida, aquella herencia griffithiana; aunque, en puridad, todos los hallazgos técnicos posteriores -primero el cine sonoro, después el color, el perfeccionamiento de los trucajes, etcétera- parecían abogar por una regresión al cine entendido como «fábrica de prodigios». Mientras contemplaba Avatar la otra noche, pertrechado como un zascandil con las gafas que permiten disfrutar de sus efectos tridimensionales, me preguntaba si el cine, en su búsqueda mendicante de un público remolón, no se estará convirtiendo, como en sus orígenes, en una máquina de prestidigitaciones que deja suspensos y patidifusos a sus espectadores.
Durante las dos horas y media largas que dura la proyección, no logré apartarme ni un solo segundo de la enojosa impresión de estar inmerso en una especie de videojuego; trepidante si se quiere (aunque la película abunde en desfallecimientos), de un virtuosismo arrebatador si se quiere (aunque en su virtuosismo haya algo empalagoso y banal, como ocurre siempre que se abusa de las pirotecnias tecnológicas), pero videojuego a fin de cuentas.
Y esta impresión, que a la mayoría del público mantenía prendido y subyugado -como a la clientela de los hermanos Lumière la mantenía prendida y subyugada el avance de una locomotora hacia la cámara-, no hacía sino desvincularme de la historia que se me estaba contando, por lo demás atufada de los tópicos más resobados de lo que -piadosamente- podríamos denominar ideología new age: panteísmo neopagano o deificación de una naturaleza sin Creador, indigenismo almibarado, etcétera.
El asunto de Avatar no se distingue demasiado, por lo demás, del que podemos hallar en algunos westerns revisionistas de los sesenta/setenta, desde El último combate de John Ford a Soldado azul de Ralph Nelson; sólo que la amargura o truculencia de aquellas películas que denunciaban la rapacidad y artería del «conquistador» y enaltecían elegíacamente al «conquistado» se perfuma aquí con una moralina ecologista de garrafón y un desenlace de una deshonestidad optimista y euforizante que da grima.
Pero sospecho que películas como las de Ford y Nelson resultarían indigestas a las audiencias de nuestra época (y la mejor prueba es que han dejado de hacerse), precisamente porque no se camuflan de videojuego; o porque confían en que al público se le puede conmover o -como se decía antes- «concienciar» mediante la exposición desnuda de una historia humana. Ahora el público, para conmoverse, requiere ser previamente sometido a una hipnosis visual que lo haga creerse que vive dentro de un videojuego; y no tardará en habituarse tanto al videojuego (o a la barraca de feria) que la vida acabará por parecerle anodina e irreal.