¿Autorrealización o conversión?
Hay dos modos antitéticos de ver la vida. En el primero, el centro es uno mismo: sus gustos, deseos, estados de ánimo, cualidades y sus defectos. Todo se hace en tanto en cuanto corresponde al propio proyecto de “autorrealización”. La vida parece un sucederse de decisiones en las que se escoge todo aquello que ayude al propio crecimiento en clave egoísta, y se renuncia a todo aquello que vaya contra la propia realización personal.
En el segundo, el centro es Dios y el prójimo. Todo está orientado a servir, a renunciar, a dejar de lado el proyecto de uno para insertarse en el proyecto de los demás. Se escoge todo aquello que sirve para dar, para amar, para servir, y se deja de lado todo aquello que obstaculice el compromiso de entrega a los demás. Es el camino de la “conversión”.
El cardenal Joseph Ratzinger describía estos dos modos contrapuestos de vivir durante los ejercicios espirituales que predicó al Papa Juan Pablo II y a la curia romana en la cuaresma del año 1983: “Básicamente existen tan sólo dos opciones fundamentales: por una parte, la autorrealización, en la cual trata el hombre de crearse a sí mismo para adueñarse por completo de su ser y hacerse con la totalidad de la vida exclusivamente para sí y desde sí mismo; y, por otra, la opción de la fe y del amor. Esta opción es, al mismo tiempo, un decidirse por la verdad”.
El entonces cardenal Ratzinger resumía estos dos modos contrapuestos de vivir con las palabras “tener” y “ser”. “La autorrealización quiere tener la vida, todas las posibilidades, alegrías y bellezas de la vida, pues considera la vida como una posesión que ha de defender contra los demás. La fe y el amor no se ordenan a la posesión. Optan por la reciprocidad del amor, por la grandeza majestuosa de la verdad”.
Con estas palabras, Ratzinger evocaba lo que ya había enseñado el Concilio Vaticano II, en el n. 35 de la constitución pastoral “Gaudium et spes”: “El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene”.
Tenemos ante nosotros, según la imagen bíblica que recordaba el cardenal Ratzinger, dos caminos, el de la muerte y el de la vida. “Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia” (Dt 30,15). “Una civilización del tener -seguía el cardenal- es una civilización de la muerte, de cosas muertas; únicamente una cultura del amor es también cultura de la vida: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien pierda su vida... la salvará» (Mc 8,35)”.
La opción por la vida, que es en definitiva opción por la fe y el amor, nos lleva a la verdadera conversión, esa que pedimos con toda el alma, con la humildad del pecador que suplica desde la última banca del templo (cf. Lc 18,9-14).
Una conversión que, en definitiva, es realizadora, porque nos saca de nosotros mismos y nos pone ante el Señor de la Vida, el Redentor del hombre, el Salvador. Porque nos permite reconocer las verdades centrales de nuestra existencia: somos creaturas, somos pecadores, y, a pesar de lo que somos, o precisamente por lo que somos, Dios nos ama.
El cardenal Ratzinger continuaba en sus reflexiones: “«Conversión» significa: renunciar a construir la propia imagen, no esforzarse por hacer de sí mismo un monumento, que acaba siendo con frecuencia un falso dios. «Convertirse» quiere decir: aceptar los sufrimientos de la verdad. La conversión exige que la verdad, la fe y el amor lleguen a ser más importantes que nuestra vida biológica, que el bienestar, el éxito, el prestigio y la tranquilidad de nuestra existencia. [...] Cuando aceptamos esta primacía de la verdad, seguimos al Señor, cargamos con nuestra cruz y participamos de la cultura del amor, que es la cultura de la cruz”.
Todo un programa para vivir la Cuaresma a fondo y “en cristiano”. No como un tiempo para mirarnos a nosotros mismos y buscar métodos de pseudoespiritualidad que prometen tranquilizar la conciencia y generar “sentimientos positivos”, vacíos de Dios y pobres de caridad. Sino como un tiempo en el nos pongamos ante el Señor, veamos la verdad de nuestra pequeñez y la necesidad de tomar la cruz, tras el Maestro. Para amar hasta dar la vida, para morir en el Calvario de la entrega, para triunfar en la mañana de la Pascua que cambió la historia humana. Porque la semilla cayó en el surco, y entonces, sólo entonces, puede dar mucho fruto (cf. Jn 12,24).
(Para los textos citados, cf. Card. Joseph Ratzinger, El camino pascual. Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S.S. Juan Pablo II, BAC, Madrid 2005, 2ª ed.)