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Autorrealización cristiana

Autorrealización cristiana

 

Se habla mucho de autorrealización, de plenitud, de autoestima. Los psicólogos trabajan para dar confianza a la gente, para quitar complejos, para infundir optimismo, para levantar a deprimidos. Los sociólogos reflexionan sobre el aumento de los suicidios, la amargura de la gente de los países ricos, la pérdida del sentido de la vida. Los políticos elaboran programas que prometen mejoras en casi todo sin llegar a satisfacer lo más profundo del corazón humano.

La solución radical a muchos de los problemas humanos, a muchas frustraciones o a formas más o menos escondidas de depresión (menos en casos en los que hay que recurrir a una consulta médica), está en otra parte: en el descubrir que somos amados por Dios, y que podemos amar a Dios y a los hombres.

Lo recordaba uno de los textos más hermosos del Concilio Vaticano II: “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador” (Gaudium et spes n. 19).

Lo repetía con gusto Juan Pablo II en su primera encíclica como Papa: “El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre” (Redemptor hominis n. 10).

Nuestra plenitud no está, por lo tanto, en el gozar, o en el tener, o en el dominar. No importa el número de horas de sueño placentero que podemos disfrutar cada día, ni la mayor o menor abundancia de las cuentas bancarias, ni la calidad de la imagen del monitor de la computadora, ni el número de llamadas telefónicas que llegan a nuestro móvil. No está, ni siquiera, en lograr un buen trabajo, o en conseguir un boleto de avión para ir a uno de los escasos paraísos turísticos.

Nuestra plenitud, nuestra profunda realización, consiste en volver los ojos y el corazón al Dios del cual venimos, que nos ama con locura, que nos ha enriquecido con tantos dones, que nos perdona (el perdón sólo puede venir de Dios, no de la psicología), que nos levanta de nuestras miserias, que nos invita a la renuncia (dejar tantas cosas que nos atan) para empezar a ser, a vivir con plenitud de la manera más hermosa que podamos imaginar: el amor.

Cortar nuestra relación con Dios, olvidar nuestra vocación al amor, es iniciar el camino de la decadencia y del fracaso. Como lo han demostrado las páginas más tristes de nuestra historia humana. Como lo vemos, por desgracia, tantas veces en amigos y conocidos que decidieron amar lo transitorio y pasajero mientras olvidaban las fuentes de agua viva. Como lo hemos experimentado en primera persona cuando quisimos buscar nuestra propia “realización” en los planes personales sin pensar en Dios, sin amar a nuestro hermano, sin romper con un egoísmo que nunca nos puede saciar, porque mi yo, como todo lo que me rodea, cambia y pasa.

La verdadera autorrealización está en Dios. Lo tenemos cerca, muy cerca, de nosotros. En los mil colores de la vida, en la riqueza propia de nuestro alma eterna, en esa insatisfacción profunda que nos hace percibir que sólo hay anclaje definitivo allí donde el amor es puro y bueno. Será entonces cuando experimentemos que Dios nos acoge y nos invita a lograr, a imitación de Él, la máxima dicha de cualquier existencia humana: vivir sólo para amar.