Llegó el momento tan temido: una enfermedad, un accidente, una mutilación. La vida, hasta ahora, avanzaba tranquila, llena de ocupaciones y de planes. De repente, algo hizo su aparición. Y todo, absolutamente todo, empezó a ser distinto.
Ante la enfermedad son posibles actitudes muy diferentes. Algunos la ven como una derrota, como un fracaso. Los proyectos, los deseos, quedan relegados a un lugar secundario. Una muralla alta e infranqueable, acompañada muchas veces por dolores más o menos graves, aparta al enfermo de aquello que antes era el centro de su vida.
Otros, en cambio, quieren seguir en la lucha. Saben que han cambiado dimensiones más o menos importantes de su vida, pero la rendición no entra en el horizonte. Buscan terapias, aceptan prótesis, encuentran maneras para realizar, si no todo, al menos mucho de lo que antes era el propio vivir de cada día. Son personas incapaces de rendirse, deseosas de aprovechar esta breve existencia al máximo, incluso en situaciones nada fáciles.
Pero hay enfermedades que carcomen, que inmovilizan, que llevan incluso a la desesperación. Especialmente cuando uno sabe que el dolor de mañana será un poco más intenso que el de hoy. O cuando una parálisis poco a poco conquista nuevos miembros del propio cuerpo. O cuando uno percibe esas primeras señales de lo que será una enfermedad mental irreversible.
En esos momentos, tocamos más intensamente la fragilidad de nuestra existencia temporal. Es cierto que en algunos lugares del planeta la medicina y una vida sana permiten vivir muchos años con una salud envidiable. Pero ni los países más ricos pueden garantizar la salud para el día de mañana. Cuando la enfermedad inicia, abrimos los ojos a esa realidad que muchas veces olvidamos: estamos aquí como peregrinos, no tenemos en esta tierra una patria permanente (cf. Heb 13,14).
Además, vivida correctamente, la enfermedad nos permite abrirnos a los otros. Nos hacemos dependientes y, si hay un buen corazón, también agradecidos. Descubrimos tantas personas generosas, dispuestas a estar junto al necesitado, entregadas a la tarea de consolar ánimos y aliviar dolores, compañeras de camino en las horas difíciles en las que el sufrimiento nos tienta a aislarnos, a romper puentes, a vivir la enfermedad como algo privado cuando, en realidad, nos interpela a todos.
En la vida cristiana, la enfermedad puede convertirse en un momento particular de crecimiento. El hombre o la mujer que sufre, está abierta a comprender el misterio del dolor humano y místico de Jesús. Incluso es capaz de participar más íntimamente en la agonía salvadora de Cristo, de unir sus dolores a los del Maestro, de atraer la mirada del Padre y derramar sobre el mundo torrentes de gracia, de amor, de esperanza, de consuelo.
El momento de la enfermedad llega. A unos, más temprano, incluso de niños. Como a aquella niña italiana, Antonietta Meo (1930-1937), que sufrió una forma muy aguda de cáncer. Y que supo escribir, como una oración sencilla y profunda, lo que muchos quisiéramos decir cuando nos llegue el momento difícil de la prueba:
“Querido Jesús Crucificado: Hoy has muerto en la cruz para redimirnos del pecado. Yo te quiero adorar y reconozco cuánto has sufrido por mí, y también reconozco todos mis pecados y te prometo que no los cometeré nunca más.
Querido Jesús, tú en aquellas tres horas de agonía, en las que estuvo presente también tu Madre... Quiero también yo sufrir con las santas mujeres y derramar lágrimas de dolor.
Querido Jesús, hoy que he estado enferma te he ofrecido todos mis dolores.
Querido Jesús, te prometo que todos los dolores que me enviarás te los ofreceré, y haz que cada paso sea una palabra de amor, querido Jesús.
Querido, te encomiendo a mi director espiritual. Ayúdale a predicar bien y a hacer todas las cosas que debe hacer, y ayuda también a mis padres.
Saludos y besos de tu querida, Antonietta” (26 de marzo de 1937).