La cultura de Occidente y de otros muchos pueblos ha creído siempre que el hombre era superior a los animales, que ocupaba un lugar central en el Universo.
Esta convicción, sin embargo, ha sido contestada en el pasado y es discutida en el presente por algunos autores de lo que podemos denominar “movimiento animalista”.
Para algunos pensadores, el hombre sería un ser vivo un poco especial, pero sin derecho a privilegios respecto a otros animales superiores. Podríamos recordar a David Hume (pensador del siglo XVIII) para quien tiene poco valor el alma espiritual y mucho las emociones y los sentimientos. A ese nivel, entre hombres y animales existirían solamente diferencias cuantitativas, no de grado.
Algo parecido encontramos en Jeremy Bentham (a caballo entre los siglos XVIII y XIX), gran defensor del utilitarismo, para quien el criterio fundamental de la acción es promover el placer (para el mayor número posible de hombres) y disminuir el dolor. Está claro que, si el criterio fundamental es éste, y si no se admite una radical diferencia entre los hombres y los animales, la promoción del placer debería incluir, de algún modo, a seres vivientes que tengan una sensibilidad similar a la humana.
Con su teoría evolucionista, Charles Darwin (siglo XIX) tuvo que reconocer que nuestro origen y el de los animales eran idénticos, y que teníamos que renunciar a nuestra pretensión de ser “superiores”. La invitación a la humildad sería una consecuencia lógica del darwinismo. Más aún, deberíamos reconocer que la única manera para poder sobrevivir como especie debería ser imitar la naturaleza, que elimina a los débiles y promueve sobre todo a los fuertes.
La conexión de ideas como estas y el nazismo es fácilmente intuible, y fue posible a través de lo que se denominó “darwinismo social”, un modo de analizar la vida en la sociedad como una lucha que beneficia a los más fuertes y que deja de lado a los débiles. En cierto sentido, el “darwinismo social” ya estaba presente en el mismo Darwin, que se dio cuenta de la necesidad que tenía la especie humana, para garantizar su supervivencia, en promover el nacimiento de los mejores y no el de los más débiles (se trate de individuos o de razas), como se hace en las granjas con los animales.
Las ideas del darwinismo y del utilitarismo han vivido de distintas formas en el siglo XX, pero encuentran una síntesis muy particular en Peter Singer, un decidido defensor de la “liberación animal” desde hace más de 30 años.
Para Singer y para quienes defienden ideas semejantes a las suyas, se hace imprescindible dejar de lado la idea de una superioridad del hombre sobre los animales. Si hemos tenido el valor de superar el racismo y el sexismo, hemos de dar un paso adelante y convencernos de que hay que dejar de lado el “especismo”, es decir, esa postura ideológica que establece discriminaciones entre los seres vivos por ser de especies diferentes.
Singer elabora sus propuestas desde un modo particular de interpretar la noción de “persona”. El criterio para ver quién es persona y quién no, consiste en analizar si este animal (humano o no humano) posee o no una cierta autoconciencia, si tiene un proyecto o deseo de vivir, y un nivel de sensibilidad suficiente. Según estos criterios, nos encontraremos con que algunos seres humanos no son personas (los embriones, los fetos, algunos niños con grandes deficiencias mentales, enfermos en estado de coma o adultos con formas graves de enfermedades mentales), y que algunos animales son personas.
Esto significaría toda una revolución para el derecho, lo cual, según Singer, sería la consecuencia lógica del darwinismo. Si aceptamos que el hombre viene por casualidad de los animales, no tenemos más remedio que reconocer que no existe ninguna creación directa del alma humana por parte de Dios (la evolución no nos permite admitir esto). Por lo tanto, continúa Singer, el límite que nos separa de los animales no es “decisivo”, sino parte de un proceso de desarrollo evolutivo que nos debería hermanar con aquellos animales que tuviesen características “personales” semejantes a las nuestras.
Peter Singer nos pone un gran problema: ¿de verdad la teoría de la evolución implica negar la supremacía del hombre respecto de los demás animales? En un contexto evolucionista, ¿tiene algún sentido hablar de espiritualidad? Para Singer no, pues el darwinismo nos lleva a dejar de lado a Dios y a considerar al ser humano como un producto casual del proceso evolutivo.
El movimiento animalista nos pone, por lo tanto, ante problemas centrales del pensamiento reflexivo: ¿qué es el hombre? ¿Qué significa ser persona? ¿Todos los seres humanos son personas? No profundizar en estos puntos puede llevarnos a ceder ante quienes prefieren salvar la vida de un visión y dejar morir, en abortos legales, a miles de hijos.
Si los no nacidos, los que sufran graves deficiencias físicas o mentales, los que entren en la etapa final de su existencia terrena. Si ellos no son personas, si ellos no van a recibir la protección del derecho, quizá nos encontraremos un día con que se repiten páginas tan tristes como las de los campos de concentración de masas, la eliminación de enfermos mentales, la destrucción de niños nacidos con deficiencias físicas o (un delito al que ya muchos se han acostumbrado) la del recurso al aborto como práctica rutinaria.
Hay muchos datos, sin embargo, que nos llevan a pensar que el hombre no es sólo un simple animal, sino que goza de una capacidad de entender y de amar que puede explicarse sólo a partir de algo que supere los límites de la sensibilidad y de la misma evolución, pues la materia no es suficiente para que un individuo pueda tomar opciones libres y responsables, pueda pensar de modo racional. En otras palabras, no somos simplemente el resultado de mutaciones genéticas casuales, sino que nuestra existencia se caracteriza por algo propio, un alma espiritual, que sólo puede proceder de un ser superior, de Dios, como ya intuyeron Platón y Aristóteles, y como han defendido las tradiciones religiosas que más presencia han tenido en el mundo europeo: el judaísmo, el cristianismo y el islam.
Un Estado, un pueblo, sólo será justo si opta por defender a todo ser humano, el apenas concebido y el que vive en medio de una enfermedad degenerativa, el nacido aquí o el que llama a nuestras puertas pidiendo un poco de solidaridad y de ayuda. Esa justicia no podrá alcanzarse si no reconocemos claramente que existe una diferencia radical entre los hombres y los animales. ¿No estaremos, entonces, en el momento de iniciar una reflexión metafísica más profunda sobre lo que significa ser hombres, incluso con la ayuda del patrimonio filosófico y religioso que ha construido lo mejor de nuestra civilización europea?