Pasar al contenido principal

Amar a los hijos, amar a los padres

El amor en familia no es algo descontado. La experiencia cotidiana nos muestra cómo existen padres que no atienden bien a sus hijos, o hijos que olvidan las obligaciones que tienen hacia sus padres (padrs ancianos y no tan ancianos).

Por eso resulta tan importancia promover el amor en casa, precisamente para que el cariño se convierta en la base de las relaciones familiares, desde arriba hacia abajo y desde abajo hacia arriba.

Aristóteles señalaba lo natural que es el amor de los padres respecto de los hijos, porque uno ama aquello que ha engendrado con tantos sacrificios y con tantas alegrías y esperanzas.

La belleza de la vida matrimonial implica la apertura hacia los hijos. Lo saben muy bien los esposos que lloran porque no ven la llegada del deseado hijo por algún problema de esterilidad. Lo deberían recordar algunos matrimonios que, sin motivos graves, posponen la llegada de los hijos, o llegan a ver el inicio de un embarazo no como una buena noticia, sino como algo problemático o, incluso, como si fuese un drama.

Existen casos de padres que no aman incondicionalmente a sus hijos. A veces, porque el embarazo fue “no deseado”. Otras veces porque el hijo, en alguna etapa de su desarrollo, causó “problemas” no previstos o no llenó las expectativas de sus padres. Otras veces, simplemente porque los padres estaban más dedicados a conseguir dinero para ofrecer muchas “cosas” a sus hijos, sin darse cuenta de que lo más importante para cualquier hijo (pequeño, adolescente, joven e incluso adulto) es el cariño y apoyo hecho presencia cercana y percibida cada día.

Las diversas formas de falta de amor por parte de los padres repercute necesariamente en los hijos. No sólo en la configuración de su personalidad, que puede sufrir transtornos más o menos graves, sino también en falta de cariño y de aprecio de los hijos hacia los mismos padres, con consecuencias muy graves en la vida familiar.

El mejor camino para empezar a amar consiste precisamente en sentirse amado. Un hijo llegar a valorar y amar profundamente a sus padres cuando no sólo es amado, sino, sobre todo, cuando se da cuenta de ese amor por parte de quienes le acogieron en el mundo de la vida.

Por eso los padres están llamados a ofrecer cariño de calidad, a buscar maneras concretas para estar con los hijos de forma que éstos sientan que son muy amados. De este modo, en la mayoría de los casos los hijos empezarán a devolver amor ante el amor recibido, sentirán nacer en los propios corazones una gratitud espontánea y profunda que les lleve a apreciar a quienes les permitieron empezar a vivir y les protegieron y ayudaron de mil maneras en los primeros años de la infancia.

En el Encuentro Mundial de las Familias (Valencia, julio de 2006) el Papa Benedicto XVI explicaba cómo el amor de los padres suscita el amor de los hijos: “para que la relación interna de la familia sea completa, es necesario que [los padres] digan también un «sí» de aceptación a sus hijos, a los que han engendrado o adoptado y que tienen su propia personalidad y carácter. Así, éstos irán creciendo en un clima de aceptación y amor, y es de desear que al alcanzar una madurez suficiente quieran dar a su vez un «sí» a quienes les han dado la vida”.

El amor paterno, además, necesita hacerse más visible a través de explicaciones (apoyadas, siempre, por el ejemplo). Es importante, por ejemplo, que ante un capricho o un desplante del niño hacia su madre, el padre busque un momento para hablarle y hacerle ver lo malo de su conducta y lo hermoso que es cuando un buen hijo pide perdón y busca estar siempre dispuesto a alegrar a su madre. O cuando la madre encuentra modos para explicar a los hijos todo lo que su padre hace por ellos, cómo les quiere, cómo trabaja y se desvela para que en casa haya un buen desayuno, juguetes y, sobre todo, ese cariño que crea serenidad y paz en todos.

Conforme los niños crecen, los padres pueden explicar qué deberes tienen los hijos hacia ellos. La mejor manera, nuevamente, es el ejemplo: un niño percibe cuánto debe amar a su padre y a su madre si ve con qué cariño ellos tratan a los abuelos. Pero también una palabra oportuna deja huellas profundas en los corazones.

En la Biblia, Dios nos pide encarecidamente que promovamos el amor hacia los padres. Por eso nos dejó lo que conocemos como Cuarto Mandamiento. No se trata de una “obligación” impuesta desde arriba, sino de una necesidad de gratitud y de un deber de ayuda que nace de la sangre y de la carne, pero que va más allá: cuando los adultos han hecho tanto por una nueva generación es de justicia que los jóvenes sostengan y apoyen a la generación que les dio la vida cuando los padres llegan a la vejez.

En el libro de Tobías encontramos esta recomendación de Tobit a su hijo: “Cuando yo muera, me darás una digna sepultura; honra a tu madre y no le des un disgusto en todos los días de su vida; haz lo que le agrade y no le causes tristeza por ningún motivo. Acuérdate, hijo, de que ella pasó muchos trabajos por ti cuando te llevaba en su seno. Y cuando ella muera, sepúltala junto a mí, en el mismo sepulcro” (Tb 4,3-4).

El libro del Sirácide tiene un bellísimo texto de invitación a honrar a los padres, lo cual se convierte en fuente de bendiciones para los hijos que un día, seguramente, llegarán a ser padres:

“Pues el Señor glorifica al padre en los hijos,
y afirma el derecho de la madre sobre su prole.
Quien honra a su padre expía sus pecados;
como el que atesora es quien da gloria a su madre.
Quien honra a su padre recibirá contento de sus hijos,
y en el día de su oración será escuchado.
Quien da gloria al padre vivirá largos días,
obedece al Señor quien da sosiego a su madre:
como a su Señor sirve a los que le engendraron.
En obra y palabra honra a tu padre,
para que te alcance su bendición.
Pues la bendición del padre afianza la casa de los hijos,
y la maldición de la madre destruye los cimientos.
No te gloríes en la deshonra de tu padre,
que la deshonra de tu padre no es gloria para ti.
Pues la gloria del hombre procede de la honra de su padre,
y baldón de los hijos es la madre en desdoro.
Hijo, cuida de tu padre en su vejez,
y en su vida no le causes tristeza.
Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente,
no le desprecies en la plenitud de tu vigor.
Pues el servicio hecho al padre no quedará en olvido,
será para ti restauración en lugar de tus pecados.
El día de tu tribulación se acordará Él de ti;
como hielo en buen tiempo, se disolverán tus pecados” (Si 3,2-15).

El Nuevo Testamento también incluye recomendaciones muy concretas respecto de las relaciones entre hijos y padres. Cristo confirma la validez del Cuarto Mandamiento (cf. Mt 15,1-6). San Pablo, en la carta a los Colosenses, recuerda este mandamiento tanto a los padres como a los hijos: “Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que se vuelvan apocados” (Col 3,20-21).

Como hombres y, sobre todo, como cristianos, estamos llamados a amar: a los hijos y a los padres. De este modo, avanzaremos en nuestra semejanza con Dios, seremos buenos hijos de quien, como Padre, nos enseña el camino del amor y nos pide vivir en la vida familiar según el modelo del Hijo perfecto: dando la vida los unos por los otros.