El Concilio Vaticano II preparó un denso e importante documento sobre la liturgia, titulado “Sacrosanctum Concilium”, que pretendía “proveer a la reforma y al fomento de la Liturgia” (n. 1).
Si uno lee este documento, nota en seguida cómo la reforma litúrgica que fue aplicada y promovida en muchos lugares del mundo no respetó importantes indicaciones del Concilio. Además de que se dieron novedades no previstas por los obispos del Concilio, se introdujeron no pocos abusos y, en algunos lugares, se avanzó incluso en contra de lo pedido por la Iglesia.
Gracias a Dios, también hubo muchos obispos y sacerdotes que supieron vivir la liturgia según las normas de la Iglesia, que respetaron el sentido sagrado y eclesial que debe caracterizar cualquier rito católico.
Desde Roma nos está llegando últimamente una llamada de atención para vivir la liturgia, especialmente la Eucaristía, de modo auténticamente católico, es decir, en perfecta sintonía con el sentido profundo, humano y divino, que es propio del culto divino.
Especialmente hemos recibido recientemente tres documentos de un valor extraordinario. El primero es una encíclica de Juan Pablo II, titulada “Ecclesia de Eucharistia” y publicada el 17 de abril de 2003.
Al inicio de esta encíclica (la última de Juan Pablo II), el Papa señalaba algunas importantes ventajas de las reformas litúrgicas promovidas por el Concilio, especialmente en lo que se refiere a una “participación más consciente, activa y fructuosa de los fieles en el Santo Sacrificio del altar” (“Ecclesia de Eucharistia” n. 10). Pero también indicaba que había “sombras”, entre las que recordaba las siguientes: la pérdida del culto de adoración eucarística en algunos lugares, una falta de comprensión de lo que es el Misterio eucarístico (vivido a veces más como un convite fraterno que como un Sacrificio), cierta ofuscación a la hora de comprender el sentido del sacerdocio ministerial, iniciativas ecuménicas en el campo eucarístico que no respetan la disciplina según la cual la Iglesia refleja su fe.
Por eso Juan Pablo II expresaba el deseo de que su encíclica “contribuyera eficazmente a disipar las sombras de doctrinas y prácticas no aceptables, para que la Eucaristía siga resplandeciendo con todo el esplendor de su misterio” (n. 10). Vale la pena, por lo tanto, buscar un tiempo para leer nuevamente este texto, con sus reflexiones teológicas y sus indicaciones prácticas de gran valor para toda la Iglesia.
Muchos abusos y errores en las celebraciones litúrgicas nacen precisamente cuando no se conoce bien cuál sea la doctrina católica sobre los sacramentos, cómo vivir de modo auténticamente eclesial la Eucaristía. La celebración de la misa no puede ser vivida nunca como un acontecimiento aislado, como un acto sometido a la libre iniciativa del sacerdote o de la asamblea. Hemos de recordar que la misa es un acto de culto divino, que es la celebración del Misterio de la fe por parte de quienes somos miembros de la Iglesia. Por eso, el sacerdote y los fieles, al iniciar la celebración eucarística, entran en un mundo que no está sometido al arbitrio de los hombres, sino que viene de Dios y pertenece a la Iglesia.
El capítulo V de “Ecclesia de Eucharistia” ofrece, en este sentido, indicaciones muy hermosas sobre el decoro de la celebración eucarística. Especialmente recuerda a los sacerdotes que presiden la celebración “in persona Christi” (en nombre de Cristo), que deben observar “con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística”, las cuales son “expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía”. En el fondo, se trata de vivir siempre como miembros de la Iglesia de Cristo: “El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgica y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia” (n. 52).
Desde esta invitación del Papa fue publicado, el año siguiente, la Instrucción “Redemptionis Sacramentum” (25 de marzo de 2004), en la que se ofrecían detalles muy concretos para vivir la liturgia eucarística según las normas que valen para toda la Iglesia.
Esta Instrucción recuerda claramente que la mente y el corazón deben ir en sintonía con las normas, pues un simple respeto formal y vacío va contra el sentido mismo de la Liturgia. El celebrante debe procurar tener dentro de sí los mismos sentimientos que tuvo Cristo (n. 5). Al mismo tiempo, el documento hace ver que los ritos no están sometidos al arbitrio de las personas, y que se debe evitar cualquier abuso originado por la ignorancia de lo que se celebra, o por un deseo desviado de ser novedosos o de adaptarse a mentalidades que no respetan el sentido profundo de lo que se vive en los actos litúrgicos ni promueven una sana renovación.
Unas líneas de este documento reflejan claramente esta idea: “Los actos arbitrarios no benefician la verdadera renovación, sino que lesionan el verdadero derecho de los fieles a la acción litúrgica, que es expresión de la vida de la Iglesia, según su tradición y disciplina. Además, introducen en la misma celebración de la Eucaristía elementos de discordia y la deforman, cuando ella tiende, por su propia naturaleza y de forma eminente, a significar y realizar admirablemente la comunión con la vida divina y la unidad del pueblo de Dios. De estos actos arbitrarios se deriva incertidumbre en la doctrina, duda y escándalo para el pueblo de Dios y, casi inevitablemente, una violenta repugnancia que confunde y aflige con fuerza a muchos fieles en nuestros tiempos, en que frecuentemente la vida cristiana sufre el ambiente, muy difícil, de la «secularización»” (n. 11).
No entramos a los numerosos detalles e indicaciones que la Instrucción “Redemptionis Sacramentum” ofrece para evitar un número no pequeño de abusos y para promover así el genuino espíritu de la liturgia católica. Bastaría con ir leyendo, poco a poco, los distintos capítulos de este documento para fomentar el modo correcto de vivir las celebraciones de la Iglesia.
El tercer documento es la exhortación postsinodal “Sacramentum caritatis” (22 de febrero de 2007), publicada por el Papa Benedicto XVI como fruto del sínodo de los obispos que se celebró en el Vaticano en octubre de 2005 y que estuvo dedicado al tema de la Eucaristía.
Esta exhortación recoge nuevamente la doctrina católica sobre el Sacramento de la Eucaristía y sobre la profunda relación que los demás sacramentos y toda la fe de la Iglesia tienen respecto al Sacrificio del altar.
El Papa explica, en la primera parte, cómo la Eucaristía es un misterio que hay que creer; en la segunda parte, cómo ha de ser celebrado; y en la tercera, cómo ha de ser vivido. Especialmente en la segunda parte Benedicto XVI recuerda que la mejor manera de promover la participación activa de los fieles consiste en celebrar de modo adecuado el rito de la misa. La obediencia a las normas litúrgicas “asegura desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, los cuales están llamados a vivir la celebración como Pueblo de Dios, sacerdocio real, nación santa (cf. 1P 2,4-5.9)” (n. 38).
Aquí radica la importancia del respeto a las indicaciones ofrecidas en libros litúrgicos. El modo de celebrar debe favorecer el sentido de lo sagrado, desde una sencillez y sobriedad que “comunican y atraen más que la artificiosidad de añadiduras inoportunas” (n. 40).
El respeto a la normativa, recuerda el Papa, conduce a vivir de modo correcto la participación activa, que lleva a “una mayor toma de conciencia del misterio que se celebra y de su relación con la vida cotidiana” (n. 52). Ayuda, en ese sentido, el recogimiento y el silencio (al menos antes de iniciar la misa), el ayuno, la confesión sacramental cuando sea necesaria (n. 55).
Nos hemos asomado, de un modo muy sencillo e incompleto, a tres documentos magníficos que nos invitan a “rescatar” y vivir la liturgia según las auténticas y profundas reflexiones del Concilio Vaticano II. De este modo, evitaremos errores litúrgicos que no respetan la verdadera naturaleza de las celebraciones de la Iglesia. Podremos así penetrar más y más en el misterio de Cristo, en su Amor redentor que se hace presente en cada Eucaristía: celebración del Sacrificio del Cordero y del triunfo del Resucitado, anticipación en la tierra de la liturgia celeste en la que esperamos participar, eternamente, tras la muerte.