Mientras los científicos discuten y se pelean entre sí sobre si se ha logrado ya un conocimiento completo del ADN o si todavía queda mucho camino por recorrer, todos los educadores luchan cada día con un problema más fundamental.
Cada hombre y cada mujer crecen y se desarrollan a partir de dos elementos fundamentales: la herencia y el ambiente. O, en palabras sencillas, a partir del barro y del alfarero. Por un lado está lo que reciben de sus padres biológicos; por otro, lo que encuentran en el mundo que les acoge, les rechaza, les ama o les desprecia.
El educador sabe que debe partir con lo que tiene delante: el niño que nace en la familia o que entra en la escuela tiene algo “fijo” que se llama “información genética”, y que espera encontrar el ambiente adecuado para un desarrollo optimal. El poder responder, desarrollarse, crecer, depende, por un lado, de lo que los propios límites físicos tienen “programado”; por otro, de lo que encuentre en el ambiente familiar y escolar de cariño, respeto, esperanza y cuidados físicos y mentales.
Aquí radica uno de los grandes secretos de la pedagogía universal: saber esperar, saber promover, saber encauzar, saber ensalzar al niño y al adolescente concreto con el que nos encontramos. Los primeros que tienen que aceptar al niño como es son sus padres. Hay chicos o chicas que sufren un fuerte trauma psicológico por el hecho de descubrir que sus padres no los esperaban ni han sabido quererlos como lo que son: a veces desprecian a una hija porque querían que naciese un varón, o desprecian al hijo cuando ya tenían todo listo para una niña. La sorpresa y la congoja puede ser mayor cuando el recién nacido no llena los “requisitos” de perfección o de cualidades físicas que se habían forjado, en sus sueños, los padres en los 9 meses de embarazo...
Un secreto educativo elemental consiste en aceptar al que llama a la mesa de la vida. No somos nosotros la medida de lo que pueda ser cada nuevo ser humano. El que nace se convierte en la verdadera medida y en un reclamo que nos exige dejar planes prefijados para recibir, con mucho respeto y con mayor amor, al hijo o la hija que ahora empieza su caminar por este planeta azul y gris. Sólo desde ese amor y aceptación será posible caldear el ambiente favorable que permitirá una maduración equilibrada de la personalidad del niño o niña.
Lo mismo hay que decir de la escuela. Puede ser que el maestro o maestra se sienta a disgusto ante el conjunto de inquietos y vivos chiquillos (o grandulones) que entran al salón cada inicio de curso. La personalidad de cada uno de ellos ha sido configurada desde las relaciones familiares y los encuentros que se suceden en la vida, y ya empieza a definirse hacia la tranquilidad o la violencia, hacia la laboriosidad o la pereza, hacia el estudio o la divagación. En vez de lamentarse por lo que encuentra en los pupitres, el buen maestro sabe acoger al niño o la niña tal como son para empezar a poner, también él, su granito de arena en una tarea que toca a todos.
Muchos recordamos con mucha gratitud la huella que dejaron en nuestra niñez y adolescencia maestros y profesores de gran competencia académica y de gran sentido pedagógico. También, por desgracia, a veces nos lamentaremos de aquel “profesional de la educación” que no supo ganar nuestro corazón, si es que no llegó a sembrar un poco de cizaña entre quienes fuimos sus alumnos. Ese recuerdo debe comprometer a todo educador en la tarea de amar y suscitar todo lo bueno y noble que se esconde en cada vida humana, pues no hay nadie que nazca predeterminado a ser de un modo o de otro.
Seguramente los estudios sobre el ADN ayudarán a mejorar la salud de los hombres y mujeres del tercer milenio. Pero no podrán jamás sustituir la vocación educativa que es propia, de modo especial, de los padres y de los maestros. Por ellos y gracias a ellos una persona genéticamente “débil” puede llegar a ser un adulto plenamente feliz y realizado, como también, por desgracia, quien recibe un patrimonio cromosómico “perfecto” puede terminar en la desesperación de la droga, en el drama de la delincuencia, en la frustración del fracaso vital.
Nos toca a nosotros, adultos, decidir sobre el camino educativo que ofrezcamos a las nuevas generaciones. Aceptar al que nace, rodearlo de amor y de respeto, enseñarle los valores y las verdades que puedan dar sentido a la vida, son deberes fundamentales que permiten la construcción de un mundo mejor, sin tener que esperar, como alguno sueña, a que la genética “cambie” a la especie humana. Ese cambio depende de nosotros, ahora. Basta con tomar el reto educativo y empezar a caminar con amor y desde el amor, en la tarea de permitir a nuestros hijos y educandos un desarrollo plenamente humano.