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Aceptación de Dios en la propia vida

El Adviento, que es la preparación a la venida de Cristo, lo tomamos como un momento de particular alegría y serenidad. Sin embargo, la Escritura nos advierte de un peligro que podemos correr: el no ser capaces de captar todo lo que la llegada del Señor tiene que dejar en la vida de cada uno de nosotros.

El Evangelio de San Mateo habla del reproche de Cristo a su generación, la cual no fue capaz de entender ni el mensaje del Bautista ni el mensaje del mismo Dios. Es muy importante que nosotros nos demos cuenta que el problema no es la aceptación de un modo u otro de ser; el verdadero problema es el de la aceptación de Dios en la propia vida. Esto es lo que todos nosotros, de cara a esta venida de Cristo, tenemos también que reflexionar. ¿La llegada del Señor es un momento en el cual Jesucristo cuenta más en mi vida? ¿La venida de Jesucristo en esta Navidad es para mí una oportunidad para que mi espíritu se abra más a Dios? ¿O por el contrario, es un momento que se convierte en un dato circunstancial, sin ninguna otra repercusión en mi existencia?

En la lectura del profeta Isaías vemos que Dios es constante en buscar nuestro corazón; no se conforma simplemente en habernos llamado, habernos iluminado y llenarnos con su presencia; no se conforma simplemente con habernos entusiasmado en el seguimiento de su Reino. El profeta Isaías habla de un Dios que pide al pueblo que lo acepte: "Yo soy el Señor tu Dios, el que te instruye en lo que es provechoso, el que te guía por el camino que debes seguir. Ojalá hubieras obedecido mi mandato”. A nosotros nos corresponde poner el esfuerzo por ir siguiendo el camino de Dios, por ir aceptando, en todo momento, el modo en el cual Nuestro Señor nos va hablando.

Por otro lado, Dios no deja de advertir que nuestra existencia podría encontrarse en un determinado momento apartada de Él. La Escritura nos pone una serie de ejemplos que tienen que hacernos reflexionar: "Que nuestra paz sea como un río; que nuestra justicia sea como las olas del mar; que los frutos de nuestra vida sean como los granos de arena, que nuestro nombre esté siempre presente ante Dios”. Estas cuatro imágenes nos indican la forma en que el hombre tiene que ser capaz de vivir aceptando siempre al Señor.

Una paz como un río: En remanso, tranquilo, sereno, que no deja de fluir y de fecundar las orillas; que no deja de llenar todo lo que toca; que no deja de limpiar todos los lugares por los que pasa.

La justicia, como las olas del mar: Una justicia interminable, como nunca se acaban las olas. Pero, al mismo tiempo, una justicia que no tiene ningún obstáculo, como las olas no lo tienen. Una justicia que son nuestras buenas obras, el esfuerzo constante por alcanzar la santidad. Una justicia cimentada en la constancia de cara a Dios Nuestro Señor.

Los frutos de nuestra vida, como los granos de arena: De la misma manera que es imposible contar la arena, y sólo vemos que hay mucha, en nosotros podría haber tantos frutos, que no seríamos capaces de contar. Así sería también nuestra fecundidad si nosotros aceptásemos, en todo momento, a Dios en nuestra vida.

Nuestro nombre en la presencia de Dios: Es decir, el esfuerzo de estar como personas enfrente del Señor. No es simplemente un nombre escrito en un libro, un nombre que se entrega con otros muchos, es mi nombre en la presencia de Dios, que se convierte en la garantía de que Él nos conoce personalmente y nosotros lo conocemos a Él.

Yo les invito, en este Adviento, a reflexionar para que podamos descubrir cuál es el campo de conversión y de transformación que cada uno necesita realizar en su vida de cara a Jesucristo que viene. Hagámoslo como lo hace Cristo siempre: con gran misericordia, con gran bondad y, sobre todo, con una inmensa paz en el corazón, para que no sea con reproche sino por amor, por lo que nosotros aceptamos, con todas sus consecuencias, la venida de Cristo en nuestra vida.

Isaías: 48, 17-19
San Mateo: 11, 16-19