Para un racista convencido, quizá ser llamado “racista” no sea un insulto, sino una alabanza. Para un abortista, ser llamado abortista no es un insulto, sino un motivo de orgullo. Pero, en general, para un abortista ser llamado o comparado con un racista es un insulto gravemente ofensivo (en la mayoría de los casos, aunque conviene recordar que ha habido y hay racistas que defienden también el aborto, especialmente de aquellos embriones y fetos de las razas que ellos odian).
Esta reflexión inicial, que recoge algunos datos de tipo sociológico, puede servir para comprender en parte una discusión que aparece de vez en cuando en lo que se refiere al tema del aborto. Para la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro planeta, ser un racista es sinónimo de defender ideas injustas y dignas de condena social y política. Por eso la palabra “racista” es un insulto que denota desprecio hacia quien pueda merecerlo por sus ideas o su conducta.
¿Por qué consideramos al defensor de las ideas racistas como un ser injusto, un posible criminal? Porque promueve una serie de discriminaciones injustas, condenables desde una perspectiva auténticamente humanista. Sabemos que un racista puede llegar al extremo de negar la condición de seres humanos dignos de respeto a otros seres humanos (por pertenecer a aquellas razas que el racista desprecia), lo cual puede llevarle al deseo (o a la acción) de aniquilarlos con técnicas y métodos que degradan más a los verdugos que a las víctimas.
Establecer una analogía entre quienes defienden el aborto y quienes defienden ideas racistas plantea, sin embargo, algunos problemas. La crueldad y el salvajismo alcanzado por algunos racistas (por ejemplo, los nazis) toca niveles de degradación que rayan en lo diabólico, cosa que no ocurre, según parece, con quienes defienden el aborto. Pero si reconocemos que en el aborto se suprime, se asesina, a un ser humano al que se niega su humanidad, entonces es posible encontrar puntos de semejanza entre abortistas y racistas.
Alguno dirá que entre un embrión o feto y un adulto la diferencia es enorme: de tamaño, de edad, de autonomía. Pero el punto de la discusión no es este. Para un racista, la diferencia que se establece entre pertenecer a una raza o a otra es suficiente para discriminar, marginar o incluso asesinar a algunos (los de la raza despreciada por el racista). Para un abortista lo que cuenta es el tamaño o, simplemente, el deseo de algunos adultos (dotados de derechos jurídicos) frente a la condición indefensa y desvalida de un no nacido (que no ha conseguido todavía el reconocimiento de sus derechos desde un punto de vista jurídico).
Sólo será posible evitar injusticias como las del racismo o del abortismo si reconocemos que todo ser humano, desde el momento de su concepción, merece ser respetado en cuanto ser humano. Nadie tiene derecho a decidir arbitrariamente sobre la vida o la muerte de los demás. Nadie pueda ampararse en su ideología para establecer diferencias entre unos seres humanos con derechos y otros sin los mismos. Nadie, desde su posición, su fuerza, su técnica o sus planes personales, debería ser capaz de determinar quiénes pueden vivir y quiénes están condenados a morir en el silencio y la “higiene” (si se da) de clínicas que nacieron para defender la vida y no para destruirla.
Vencer ideologías como el racismo y como el abortismo nos permitirá vivir en un mundo mejor, donde todos, sin ninguna discriminación, podamos ser amados simplemente como lo que somos: seres humanos merecedores de respeto y de cariño.