Análisis digital (con permiso del autor)
Muchos católicos piensan su fe cristiana en clave dicotómica. Por un lado, encuentran en ella una espiritualidad bellísima, un mensaje maravilloso, una esperanza y un proyecto para vivir sólo en el amor. Por otro, ven una serie de mandamientos y de “normas” que sienten como una camisa de fuerza o como tijeras que cortan las alas de sus sueños y que impiden vivir según el progreso de la sociedad.
Nos encantaría llegar a saber qué va a pasar mañana, en una semana, en un mes, en un año. Porque así haríamos planes para el futuro, porque podríamos estar preparados para algo difícil, porque se encendería la esperanza ante un horizonte positivo, porque tomaríamos fuerzas y vitaminas para cuando llegase una enfermedad que ya no sería inesperada.
El mal más profundo, más destructor, más nefasto, más dañino que pueda afectar a un ser humano es el pecado.
No resulta fácil descubrir esta verdad en el mundo moderno. Si no tenemos una idea clara de quién es Dios; si no comprendemos la vocación profunda del hombre al amor; si no sentimos lo hermoso que es vivir como amigos de Cristo; si no aceptamos que somos seres espirituales y que nuestro destino eterno es el cielo... entonces el pecado no resulta un mal: simplemente no existe.