30 de agosto
Etimológicamente significa “orante, que reza”. Viene de la lengua celta.
Ponerse a disposición de Dios para dejarle hacer, en todo momento en nosotros, aquello que quiere hacer siempre y que nosotros no le dejamos nunca que haga.
Estas palabras son la esencia para crecer en la santidad en todos los tiempos.
Este joven vivió en su Irlanda querida toda su vida hasta que murió en el año 670.
Se le cuenta como uno de los monjes que vinieron a Francia en tiempos de los merovingios. Entró en casa del obispo de Meaux, pero lo que quería el chico irlandés era llevar vida de ermitaño.
Por eso le cedió una parte del terreno para vivir ese estilo de vida.
El obispo era consciente de que tenía a su lado a un verdadero santo. Las visitas no cesaban.
Rezaba por ellos y ellas, les daba orientaciones y consolaba sus penas o los curaba de sus enfermedades.
Con el tiempo, construyó una casa de acogida para todos ellos. Les daba de comer de las cosas que cogía de su huerta.
Este joven llegó a ser muy famoso en toda Francia, Renania y en los Países Bajos. Lo invocaban sobre todo contra las enfermedades de las hemorroides.
Los enfermos acudían a su tumba para que, al contacto con la piedra debajo de la cual estaba enterrado curasen de la enfermedad que se llamaba por aquellos años “la enfermedad de san Fiacro”.
En 1637, la reina Ana de Austria vino a su tumba para pedirle un hijo varón. Y al año siguiente dio a luz al futuro Luis XIV.
Su marido Luis XIII llevaba siempre consigo la medalla de san Fiacro, la besaba con fervor en el momento de su muerte.